Un perro abandonado corre de pronto hacia el mar y se lanza a las olas furiosas. Algo en el agua ha captado su atención. La corriente arrastra todo lo que intenta alcanzar. Sus patas agotadas chapotean con desesperación hasta que, por fin, logra llegar hasta un niño que apenas se mantiene a flote.
El perro sujeta con delicadeza la ropa del pequeño y lo sube sobre su espalda. Las olas los alejan cada vez más de la orilla, adentrándolos en el mar, donde nadie puede verlos. Nada con las últimas fuerzas que le quedan, empapado hasta los huesos, con una sola esperanza: que alguien los descubra.
Cada movimiento se hace más difícil: sus patas tiemblan de frío, el agua salada le escuece los ojos. De repente, una luz brilla a lo lejos: ¿será un barco de pesca? ¿O quizá una casa en la costa? No está seguro, pero sigue nadando hacia allí, aferrándose a esa última posibilidad.
Una ola lo levanta, y entonces lo ve: ¡sí, es un barco! Pequeño, de madera, con una luz en la proa. Hay alguien dentro. El perro gime débilmente, casi sin aliento; es todo lo que puede hacer
El viejo pescador arruga el ceño al escuchar un quejido extraño, apenas audible sobre el rugido del viento. Entrecierra los ojos, ilumina el agua con su linterna y distingue una sombra que se debate entre las olas.
«¡Santo cielo!», murmura, agarrando su remo. Dirige la barca con rapidez, acercándose a esa figura que parece mitad humana mitad animal.
Cuando está lo suficientemente cerca, lo ve con claridad: un perro tembloroso, los ojos enrojecidos por la sal, la cabeza medio sumergida cargando a un niño inconsciente sobre su lomo.
Sin dudarlo, el pescador se inclina, toma al niño por los brazos y lo sube a la embarcación. Está helado y pálido, pero respira. El perro no se mueve. Flota junto al casco, demasiado débil para levantarse.
«Vamos, valiente no habrás hecho todo esto para rendirte ahora», susurra el anciano, tendiendo las manos.
Con un último esfuerzo, el perro alza la mirada y mueve las patas con debilidad. El pescador lo sube a bordo, lo envuelve en una manta raída y los abraza a los dos.
El motor de la barca ruge. Gira hacia el puerto con los ojos húmedos. Lo que acaba de presenciar nunca lo olvidará.
Días después, los periódicos locales publican los titulares:
«Héroes del mar: un niño y su ángel de cuatro patas».
El perro no tenía dueño ni nombre. Pero ese día encontró un propósito. Y el niño, una segunda oportunidad.
Desde entonces, son inseparables. Al perro le han puesto un nombre: Esperanza. Porque eso era todo lo que tenía y fue suficiente.