Iglesia. El pueblo era pequeño, más bien una aldea. Se situaba en una colina flotante entre musgos y arándanos. Cuatro casas con tejados grises por la lluvia, cubiertas de tejas de madera, se apiñaban bajo robles majestuosos, por lo que el pueblo se llamaba Robledillo.
En Robledillo vivían solo once almas. El pueblo se mantenía con sus propias actividades, caza y pesca. El más adinerado de la aldea era don Francisco. Hombre trabajador y tacaño. Rondaba los sesenta años, pero aun así era fuerte y ágil. Ese otoño recogió unos setecientos kilos de arándanos, claro, no solo él, sino con Carlitos. Su hijo menor, Carlos, tiene dieciocho años. Los dos hijos mayores viven en Madrid y hace ya tres años que no regresan a casa. A Carlos no le entusiasma el campo, pero tampoco está particularmente orientado hacia el trabajo agrícola. Un día llegando en la mañana a casa, Carlos le dijo a su padre: — Envía emisarios a Casa Real. — ¿A quién quieres que vaya? — Preguntó don Francisco con ceño fruncido. — A los Díaz, a su hija Pilar. Conociendo el duro carácter de su padre, agregó: — Si no envías a alguien, me escaparé con ella a la ciudad con mis hermanos. No tenía tranquilidad don Francisco con el menor. No se parecía en nada a él. Era ligero, voluble. No servía para ser granjero, pero era el último. Si se va a la ciudad, se quedará solo con la granja. Su esposa, doña Carmen, ya no servía para nada, una enfermedad la había debilitado mucho. El señor Antonio Díaz era un borracho y perezoso, pero su hija era hermosa. Don Francisco la vio en el campo en verano. Alta, esbelta, con el cabello hasta la cintura. En sus grandes ojos grises había misterio. ¿Qué habrá encontrado en Carlitos? ¡Sí!
Una chica así embellecería cualquier casa, y doña Carmen necesitaba una ayudante desde hacía tiempo. No pasó mucho antes de que se celebrara la boda en octubre. Un mes después, llegó un oficial al pueblo y se llevó a Carlos al servicio militar. Pilar lloraba por Carlos como si hubiera muerto. Con la partida de Carlos, la vida de Pilar en Robledillo se hizo insoportable. Su suegro dejó de dejarle en paz. Al principio, como en broma, la pellizcaba al pasar, o intentaba abrazarla cuando ordeñaba la vaca.
Un día, mientras Pilar recogía heno en el granero, don Francisco se acercó por detrás, la tumbó en el heno y trató de besarla, exhalando un aliento a ajo y aguardiente. Su áspera y peluda barba cubrió todo su rostro, impidiéndole gritar. Pilar comenzó a asfixiarse, mientras él ya rebuscaba bajo su falda. Cómo logró liberarse de debajo de don Francisco no lo recuerda, pero al salir, agarró un trinche y lo apuntó hacia su suegro, jadeando: «¡Te mato! ¡Viejo cerdo! ¡Perdóname, Señor!»
Desde ese día, don Francisco dejó de molestarla, pero empezó a criticarla por todo: que si esto no estaba bien, que si aquello tampoco. En fin, la vida se le hizo imposible. Pilar iba a Casa Real a ver a su madre y se quejaba de ello. ¿Y qué hacía su madre? La consolaba, lloraba con ella y la enviaba de vuelta. «Aguanta», le decía. «Llegará Carlos, y todo se arreglará». Antes de regresar a Robledillo, Pilar pasó por la tienda para comprar fósforos, especias para la cocina. Le dijeron que llevara laurel, pimiento rojo, polvo de mostaza, tal y como su suegro le había pedido.
A regañadientes, volvió a Robledillo. Mientras caminaba, sus botas crujían en la nieve y pensaba en su dura suerte. Ya hacía tres meses que se había ido Carlos. Le gustaba ese chico alegre y travieso. Aunque en el pueblo había otros más apuestos. Pero todos eran groseros, maleducados, y él no, él era amable, jamás una palabra dura de su boca. Apenas si tuvieron tiempo de enamorarse. Y ahora, su suegro intenta hacerse el gracioso en su lugar. «¡Eso no va a pasar! ¡Tengo que alejar a este viejo lujurioso! ¿Pero cómo?» Sumida en sus pensamientos, Pilar llegó a Robledillo sin haberse dado cuenta. Su suegro la recibió refunfuñando por el tiempo que había tardado y por lo que había comprado. Después de beber un poco de leche, Pilar se retiró a su habitación y cerró la puerta con pestillo.
Al día siguiente, calentaron el baño. El baño estaba alejado de la casa, cerca de un pequeño estanque. Pilar trajo agua, encendió el fuego. Luego, mientras hacía tareas, metió en el bolsillo del delantal un paquete de pimiento rojo. Decidió que era poco y añadió más mostaza. Al tiempo, fue a preparar el baño, frotó el banco con pimiento y mostaza, y espolvoreó generosamente la mezcla infernal en el recipiente con el escobillón calentado. El aroma del pimiento y la mostaza le hizo picar la nariz. Pilar estornudó y salió del baño. Salió justo a tiempo, de frente venía ya su suegro con un lío de ropa bajo el brazo. — «¿Por qué enfrías el baño, arpía?» — le gritó. Apartándose del camino, Pilar dejó pasar sin decir nada y corrió a la casa. Cerrando la puerta tras de sí, se apoyó contra la pared, su corazón estaba a punto de salirse del pecho. «¿Qué ocurrirá?» Sentía miedo, pero también satisfacción por haber decidido castigar al acosador. «Ahora verás, viejo tronco, ahora sentirás el calor». «Vaya arpía» — pensó don Francisco. «¿Acaso no ventiló bien el baño? ¿O aún había una brasa encendida?» Revolviendo el brasero y apagando con agua los carbones ardientes, don Francisco se acomodó en el banco y se tumbó en él con placer.
El banco estaba caliente y quemaba un poco la piel. Se movió para acostumbrarse al calor, pero el calor pronto se convirtió en ardor. Sin entender nada, se sentó en el banco. Pasó la palma de su mano por las tablas. No encontró nada. Instintivamente se rascó, y estuvo a punto de desmayarse. La sensación era como si lo hubiera picado una avispa por delante y lo hubieran fustigado con ortigas por detrás. Rugiendo de dolor, como un oso herido, don Francisco salió corriendo desnudo del baño y se arrojó a la nieve. El ardor disminuyó un poco, pero al sentarse en la nieve tenía frío y volvió corriendo al baño. En casa, Pilar reía tan fuerte que se tiraba al suelo. Doña Carmen, sorprendida, la miró desde su rincón.
Doña Carmen había notado hace tiempo que su esposo molestaba a su nuera, pero no tenía fuerzas para defenderla. Entonces Pilar, sonriendo, le contó a su suegra cómo había escarmentado al viejo. Al principio, doña Carmen arrugó sus cejas claro que sintió pena por su esposo, pero luego se echó a reír y comentó: «Así se lo merece, ese viejo perro».
Al entrar al baño de nuevo, don Francisco trató de entender qué le había pasado. ¿Algo había en el banco? Cogiendo un cazo de agua caliente, roció abundantemente el banco y se subió de nuevo a él. Parecía que ya nada quemaba. Añadiendo más agua caliente a las piedras calefactoras, don Francisco tomó el escobillón del recipiente y comenzó a azotarse la espalda y los muslos, pero entonces le comenzó a picar la nariz y los ojos, y otra vez su cuerpo ardió llameante, y lo que es el extremo le picó como si estuviera en un hormiguero.
Se deslizó del banco al suelo, y casi rompiendo la puerta, se deslizó del baño hacia el apeñuzcado de nieve ya conocido. Llegó a casa en silencio, cuando ya oscurecía, y no cenó, se fue directamente a dormir, pero no pudo.
Todo su cuerpo ardía.
Se volteaba en la cama crujiente, como una anguila en la sartén, conteniendo los gemidos de dolor. Cuando ya no pudo más, abrió la ventana, bajó sus pantalones y expuso su ardiente retaguardia al frío. Se sintió aliviado, pero pensó que bien podría encenderse un cigarrillo con solo acercarlo a su trasero. Menos mal que era de noche; si alguien hubiera visto la escena, sentado en la ventana de su casa con las posaderas al aire como un cuervo en la rama, ¿qué hubieran pensado?
El fiel perro Lolo, cuya caseta estaba bajo esa ventana, interpretó lo que ocurría a su manera. Se puso de pie sobre sus patas traseras y lamió la… inesperada muestra de cariño hizo que don Francisco cayera al suelo. El ruido despertó a doña Carmen, y Pilar salió de su habitación con una vela en la mano.
La escena que contemplaron las hizo tanto reír como llorar. Con las posaderas desnudas, sin conocimiento, don Francisco yacía en el suelo, y en la ventana abierta asomaba la cara peluda de Lolo. Desde ese día, don Francisco dejó de molestar a Pilar, sin haber dicho nunca una palabra sobre el asunto. Y poco después, Pilar recibió una carta de Carlos y se fue a donde él estaba sirviendo.
Aunque la vieja doña Teresa siempre dijo que la nuera se llamaba Pilar, yo creo que hablaba de sí misma. Se parece tanto, aunque ya tiene más de ochenta años, y aún en sus ojos se asoman chispas traviesas…