Un paso hacia la separación

**Un paso antes del divorcio**

Marisol estaba junto a la ventana, observando cómo Gonzalo daba vueltas con su coche nuevo por el patio. La vecina, Doña Carmen, ya había asomado la cabeza por tercera vez desde el portal, seguramente porque el ruido del motor le impedía disfrutar de su serie favorita. Pero Gonzalo seguía ahí, dándole vueltas al coche como un niño con un juguete recién estrenado.

—Papá, ¿puedo dar una vuelta? —preguntó Lucía, de catorce años, asomándose por encima del hombro de su madre.

—Pregúntale a él —respondió Marisol secamente, apartándose de la ventana.

Lucía frunció el ceño.

—Mamá, ¿qué te pasa ahora? ¡Si ha comprado el coche para la familia!

—Para la familia… —Marisol soltó una risa amarga—. ¿Sabes cuánto ha costado esta maravilla? Y mientras, no hay dinero para arreglar la casa del pueblo, ni para tu viaje de fin de curso.

—¡Pero necesitábamos un coche! —protestó Lucía, sentándose en el sofá con las piernas cruzadas—. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a ver a los abuelos en autobús? Tres trasbordos y un calor insoportable…

Marisol se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Sí, se acordaba. Pero también recordaba las discusiones interminables con Gonzalo durante meses. Ella proponía algo más modesto, de segunda mano, pero él solo repetía: «O un coche decente, o nada». Y el resultado: un préstamo a cinco años que los obligaba a contar cada euro.

La puerta de entrada se cerró de golpe, seguida de pasos animados.

—¡Mis chicas! —Gonzalo entró radiante en la sala—. Lucía, ¿te vienes a dar una vuelta? ¿Y tú, Mari?

—No soy “Mari” —replicó Marisol con dureza.

La sonrisa de Gonzalo se desvaneció.

—¿Qué pasa ahora?

—¡Que todo pasa! —Marisol se giró hacia él—. ¡Has comprado un coche sin consultarme! ¡Un préstamo que hipoteca nuestra vida!

—Pero lo hablamos…

—Hablamos de comprar un coche, ¡no de un trasto de treinta mil euros!

Lucía se encogió y salió sigilosamente de la habitación. Estaba acostumbrada a las peleas de sus padres, pero siempre esperaba que esta vez fuera diferente.

—¿Trasto? —Gonzalo se puso colorado—. ¡Es un coche alemán, seguro y fiable! ¡Para mi familia solo lo mejor!

—¿Y preguntarle a tu familia? ¿Eso no? —Marisol se dejó caer en el sillón, sintiendo el peso del cansancio—. Gonzalo, teníamos un presupuesto…

—¡Sí, sí, el dichoso presupuesto! —paseó por la habitación gesticulando—. ¿Y qué? ¿Iremos al mercado en autobús, cargando con las bolsas de la compra? ¿O ya no te duele la espalda como la última vez?

Marisol recordó ese día. Habían traído verduras del huerto de sus padres y ella tuvo que cargar bolsas pesadas desde la parada del bus. Le dolió la espalda una semana. Pero ahora eso parecía una nimiedad al lado del préstamo que los ahogaba.

—Mira —se levantó—, hablamos mañana. Cuando se te pase el arrebato.

—¡No se me va a pasar! —le gritó Gonzalo—. ¡Porque tengo razón! ¡Y tú… siempre protestando por todo!

La puerta del dormitorio se cerró de golpe. Gonzalo se quedó solo en el salón, mirando las llaves del coche en su mano.

A la mañana siguiente, Marisol se despertó temprano, como siempre. Gonzalo aún dormía en el sofá, patas arriba. Ella fue a la cocina y puso el hervidor. Afuera lloviznaba, el cielo gris parecía aplastar su ánimo.

—Mamá… —asomó Lucía—, ¿puedo faltar al cole hoy?

—¿Por qué?

—Me duele la cabeza.

Marisol la miró con atención. Lucía estaba pálida, con ojeras.

—¿Por lo de anoche?

La niña asintió sin levantar la vista.

—Lucía… —Marisol la abrazó—, los adultos a veces discutimos. Pero eso no significa que no te queramos.

—¿Y no os vais a separar?

La pregunta sonó tan inocente que a Marisol se le cortó la respiración.

—¿De dónde sacas eso?

—Los padres de Claudia se divorciaron. Al principio también discutían por dinero.

Marisol la soltó y miró por la ventana. Divorcio. Ella misma lo había pensado, sobre todo últimamente, cuando Gonzalo tomaba decisiones sin contar con ella. Cuando parecían dos extraños viviendo bajo la misma casa.

—Mamá…

—Ve a prepararte para el cole. Se te pasará el dolor.

Con un suspiro, Lucía se fue. Marisol se quedó allí, con la taza de té enfriándose entre sus manos.

—Buenos días —apareció Gonzalo en la cocina, despeinado y ojeroso.

—Buenos días —respondió ella, breve.

—Oye… ¿hablamos en serio? —se sentó a la mesa frotándose la cara—. Sé que ayer me pasé…

—No te pasaste, compraste un coche sin preguntarme.

—Marisol, ¡pero lo necesitábamos! Además, yo gano…

—¿Y yo no trabajo acaso? —se giró bruscamente—. ¿O mi sueldo no cuenta?

—Claro que cuenta… es que…

—Es que crees que, como traes más dinero, puedes decidir tú solo.

Gonzalo calló. Su silencio era más elocuente que cualquier palabra.

—Ya veo —dejó la taza en el fregadero—. Entonces paga tú solo el préstamo.

—¿Cómo? ¡Somos una familia!

—Familia es cuando se toman decisiones juntos. Pero aquí tú decides y yo asumo las consecuencias.

Gonzalo se levantó y se acercó.

—Marisol, ¿qué nos ha pasado? Llevamos veinte años juntos…

—¡Eso! ¡Veinte años! ¡Y en todo este tiempo no has aprendido a escucharme!

Salió de la cocina, dejándolo solo con sus pensamientos.

En el trabajo, Marisol no podía concentrarse. Su compañera Pilar notó su distracción.

—¿Qué te pasa? Pareces un zombie.

—Nada… problemas en casa.

—¿Otra vez Gonzalo? —Pilar la conocía desde hace años—. ¿Qué ha hecho ahora?

—Compró un coche. Caro. A plazos.

—Ay, madre… —Pilar suspiró—. A mí mi Paco también hacía esas cosas. Una vez me compró un aspirador de trescientos euros. Decía: «¡Así limpias mejor!». Y a mí me gustaba el de siempre.

—Pili… —Marisol dejó los papeles—, ¿pensaste alguna vez en… el divorcio?

Pilar arqueó las cejas.

—Claro. ¿Quién no? Pero a nuestra edad es como… empezar de cero. Da miedo.

—No es la edad —suspiró Marisol—. Es no entender por qué seguir con alguien que no te escucha.

—¿Y si eres tú quien no lo escucha?

La pregunta la dejó helada. ¿Cuándo fue la última vez que realmente escuchó a Gonzalo? Sin interrumpir, sin juzgar…

Al volver a casa, Marisol estaba agotada. La cocina olía a cena: Gonzalo estaba cocinando. Algo raro, pues ella siempre lo hacía.

—¡Mamá, papá ha hecho cocido! —anunció Lucía, entusiasmada—. ¡Con su propio hueso y todo!

—Cuatro horas al fuego —dijo él con orgullo—. Como te gusta a tiY mientras los tres compartían la cena en silencio, Marisol comprendió que, a veces, el amor no es solo grandes gestos, sino aprender a ceder en las pequeñas cosas.

Rate article
MagistrUm
Un paso hacia la separación