Un paso al divorcio
Marina estaba junto a la ventana, observando cómo Jorge daba vueltas con su flamante coche nuevo por el patio. La vecina, doña Carmen, asomaba por tercera vez desde el portal—seguro que el ruido del motor le arruinaba su serie favorita. Pero Jorge seguía dando vueltas, como un crío con su juguete nuevo.
—Papá, ¿puedo dar una vuelta? —preguntó Aitana, de catorce años, asomándose por encima del hombro de su madre.
—Pregúntaselo tú —respondió Marina, seca, apartándose de la ventana.
Aitana frunció el ceño.
—Mamá, ¿qué te pasa ahora? ¡Si ha comprado el coche para la familia!
—Para la familia… —Marina soltó una risa amarga—. ¿Sabes cuánto cuesta este capricho? Pero para la reforma del pueblo no hay dinero, y para tu campamento de verano seguimos juntando céntimo a céntimo.
—¡Pero necesitábamos un coche! —Aitana se sentó en el sofá, encogiendo las piernas—. ¿Te acuerdas del viaje en autobús para ver a la abuela? Tres trasbordos, ese calor asfixiante…
Marina se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Sí, lo recordaba. Pero también recordaba los seis meses de discusiones con Jorge. Ella proponía algo más modesto, de segunda mano. Él, en cambio, repetía como un disco rayado: «O un coche digno, o nada». Y así terminaron: con un préstamo a cinco años que les obligaría a contar cada céntimo.
La puerta de entrada se cerró de golpe y se oyeron pasos animados.
—¡Mis chicas! —Jorge irrumpió en la sala, radiante de felicidad—. Aitanita, ¿nos damos una vuelta? ¿Y tú, Marinilla?
—No soy Marinilla —respondió su mujer, tajante.
Jorge frenó en seco; su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué pasa ahora?
—¡Que todo está mal! —Marina se giró hacia él—. ¡Compraste un coche sin consultarme! ¡Un préstamo que pagaremos hasta la jubilación!
—Pero lo hablamos…
—Hablamos de comprar un coche, ¡no de este trasto por ciento cincuenta mil euros!
Aitana se encogió y salió sigilosamente de la habitación. Ya estaba acostumbrada a las peleas de sus padres, pero siempre esperaba que esta vez la cosa no fuera a mayores.
—¿Trasto? —Jorge se puso colorado—. ¡Es un japonés, fiable y seguro! ¡Para mi familia solo lo mejor!
—¿Y preguntarle a tu familia no podías? —Marina se dejó caer en el sillón, sintiendo la misma fatiga de siempre—. Jorge, habíamos acordado un presupuesto…
—¡Sí, claro, acordado! —Él empezó a pasearse por la sala, gesticulando—. ¿Y luego qué? ¿Ir al mercado en autobús con las bolsas de patatas a cuestas? ¿O ya no te acuerdas de cómo te dolía la espalda?
Marina recordó aquel día. Habían recogido verduras en el huerto de sus padres y ella tuvo que cargar bolsas pesadas desde la parada. Le dolió la espalda tres días. Pero ahora eso parecía una tontería comparado con lo que les esperaba.
—Sabes qué —se levantó—, hablamos mañana. Cuando se te pase el cabreo.
—¡No se me va a pasar! —gritó Jorge—. ¡Porque tengo razón! Y tú… ¡siempre descontenta!
La puerta del dormitorio se cerró de un portazo. Jorge se quedó solo en el salón, mirando las llaves del coche nuevo en su mano.
Por la mañana, Marina se despertó temprano, como siempre. Jorge seguía durmiendo en el sofá—aparentemente había pasado la noche allí. Entró en la cocina y puso el hervidor. Fuera lloviznaba; el cielo gris parecía tan bajo como su ánimo.
—Mamá —asomó Aitana—, ¿puedo faltar al cole hoy?
—¿Por qué?
—Me duele la cabeza.
Marina observó a su hija con atención. Aitana parecía pálida, con ojeras.
—¿Es por lo de ayer con papá?
La chica asintió sin levantar la vista.
—Aitanita —Marina la abrazó—, los mayores… a veces discutimos. No significa que no te queramos.
—¿Y no vais a divorciaros?
La pregunta sonó tan sencilla, tan infantil, que a Marina se le cortó la respiración.
—¿De dónde sacas eso?
—Los padres de Lucía se divorciaron. También se peleaban por dinero.
Marina la soltó y se acercó a la ventana. Divorcio. Ella misma lo había pensado, sobre todo últimamente. Cuando Jorge decidía sin contar con ella. Cuando parecían llevar vidas paralelas bajo el mismo techo.
—Mamá…
—Ve a prepararte para el cole. Se te pasará el dolor.
Aitana suspiró y se fue. Marina se quedó junto a la ventana, con una taza de té frío entre las manos.
—Buenos días —Jorge apareció en la cocina. Parecía hecho un lío, desdichado.
—Buenos —respondió ella, cortante.
—Oye, ¿hablamos en serio? —Se sentó a la mesa, frotándose la cara—. Sé que ayer me pasé…
—No te pasaste, compraste un coche sin mi permiso.
—Marina, ¡pero lo necesitábamos! Y además, yo gano…
—¿Y yo qué, me quedo en casa? —Ella se dio la vuelta—. ¿O mi sueldo no cuenta?
—Claro que cuenta… Es solo que…
—Que crees que, como eres el que más gana, decides tú solo en qué gastar el dinero.
Jorge calló. Su silencio decía más que mil palabras.
—Ya veo —Marina dejó la taza en el fregadero—. Pues entonces paga tú solo el préstamo.
—¿Cómo que solo? ¡Somos una familia!
—Familia es cuando se hablan las cosas. Aquí decidiste tú, compraste tú y ahora yo tengo que apechugar.
Jorge se levantó y se acercó.
—Marina, ¿por qué te pones así? Llevamos veinte años juntos…
—¡Exacto! ¡Veinte años! ¡Y en todo este tiempo no has aprendido a escucharme!
Salió corriendo de la cocina, dejándolo solo con sus pensamientos.
En el trabajo, Marina no podía concentrarse. Su compañera, Lola, notó su distracción.
—¿Qué te pasa? Pareces un zombie.
—Bah… cosas de casa.
—¿Jorge ha metido otra la pata? —Lola la conocía desde hacía años; ambas trabajaban en contabilidad.
—Se ha comprado un coche. Caro. A plazos.
—Ufff —resopló Lola—. Te entiendo. Mi marido también era de sorpresas. Una vez trajo una aspiradora por tres mil euros. Decía: «¡Así te será más fácil limpiar!». Y a mí me gustaba la vieja.
—Lola… —Marina dejó los papeles—, ¿pensaste alguna vez en… divorciarte?
Lola levantó las cejas, sorprendida.
—Claro. ¿Quién no? Pero a nuestra edad es como… volver a nacer. Da miedo.
—No es la edad —Marina suspiró—. Es que no entiendo vivir con alguien que no te escucha.
—¿Y si eres tú la que no lo escucha?
La pregunta la dejó helada. ¿Cuándo fue la última vez que escuchó de verdad a Jorge? Sin interrumpir, sin restarle importancia…
Esa noche, Marina llegó a casa agotada. La cocina olía delicioso—Jorge estaba cocinandoJorge la recibió con una sonrisa tímida, el delantal manchado de salsa, y en ese momento, entre el aroma a cebolla pochada y el ruido de Aitana riendo en su habitación, Marina supo que, a pesar de todo, valía la pena seguir intentándolo.