Un paso hacia la separación

**Un Paso Hacia el Divorcio**

Carmen permanecía junto a la ventana, observando cómo Javier daba vueltas en el patio con su flamante coche. La vecina Doña Remedios ya asomaba por tercera vez desde el portal, molesta sin duda por el ruido del motor que interrumpía su telenovela. Pero Javier seguía conduciendo, como un niño con su juguete nuevo.

—Papá, ¿puedo dar una vuelta? —preguntó Nuria, de catorce años, asomándose tras el hombro de su madre.

—Pregúntaselo tú —respondió Carmen, secamente, apartándose de la ventana.

Nuria frunció el ceño.

—Mamá, ¿qué te pasa ahora? ¡Si lo ha comprado para la familia!

—Para la familia… —Carmen soltó una risa amarga—. ¿Sabes cuánto cuesta este capricho? Y no hay dinero para la casa de campo, ni para tu viaje de verano… todo ahorrando céntimo a céntimo.

—¡Pero necesitamos coche! —Nuria se dejó caer en el sofá, abrazando las piernas—. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a ver a la abuela en autobús? Tres trasbordos, el calor aplastante…

Carmen se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Sí, lo recordaba. Pero también recordaba los seis meses de discusiones entre ella y Javier. Ella proponía algo más modesto, de segunda mano. Él insistía: «O un coche decente, o nada». Y ahí estaba el resultado: un préstamo a cinco años que les obligaría a contar cada euro.

La puerta se abrió de golpe, seguida de pasos animados.

—¡Mis chicas! —Javier entró radiante—. Nuria, ¿vamos a dar una vuelta? ¿Eh, Carmencita?

—No soy Carmencita —replicó ella, tajante.

Javier frenó en seco, la sonrisa desvaneciéndose.

—¿Qué pasa ahora?

—¡Todo! —Carmen se volvió hacia él—. ¡Compraste un coche sin consultarme! ¡Un préstamo que arrastraremos hasta la jubilación!

—Lo hablamos…

—Hablamos de un coche, ¡no de este trasto de treinta mil euros!

Nuria se encogió y salió sigilosamente de la habitación. Estaba acostumbrada a las peleas, pero siempre esperaba que esta vez fuera distinto.

—¿Trasto? —Javier enrojeció—. ¡Es un coche japonés, seguro, fiable! ¡Para mi familia solo lo mejor!

—¿Y preguntarles a ellos, no? —Carmen se dejó caer en el sillón, sintiendo el peso del cansancio—. Javier, teníamos un presupuesto…

—¡Sí, sí, el presupuesto! —dio unas zancadas agitando las manos—. ¿Y qué? ¿Iremos al mercado en autobús cargando bolsas de patatas? ¿O ya no te duele la espalda como aquella vez?

Carmen recordó ese día. Habían traído verduras de la huerta de sus padres, y ella tuvo que cargar bolsas desde la parada. Le dolió la espalda tres días. Pero ahora eso parecía insignificante frente al futuro que les esperaba.

—Sabes qué —se levantó—, hablamos mañana. Cuando te calmes.

—¡No me calmaré! —gritó él—. ¡Porque tengo razón! ¡Y tú… siempre protestando!

La puerta del dormitorio se cerró de un portazo. Javier se quedó solo en el salón, mirando las llaves del coche en su mano.

A la mañana siguiente, Carmen se despertó temprano, como siempre. Javier dormía aún, tumbado en el sofá, seguramente por la pelea. Ella entró en la cocina y puso el hervidor. Afuera lloviznaba, el cielo gris tan bajo como su ánimo.

—Mamá —Nuria asomó—, ¿puedo faltar hoy al cole?

—¿Por qué?

—Me duele la cabeza.

Carmen la observó. Su hija estaba pálida, con ojeras.

—¿Es por lo de anoche?

Ella asintió, sin levantar la vista.

—Cariño —la abrazó—, los adultos… a veces discutimos. No significa que no te queramos.

—¿No vais a divorciaros?

La pregunta, tan inocente, le cortó la respiración.

—¿De dónde sacas eso?

—Los padres de Lucía Montero se divorciaron. También se peleaban por dinero.

Carmen la soltó y miró por la ventana. Divorcio. Lo había pensado, sobre todo estos meses, cuando él decidía sin contar con ella. Cuando vivían vidas paralelas bajo el mismo techo.

—Mamá…

—Ve a vestirte. Se te pasará el dolor.

Nuria suspiró y se fue. Carmen permaneció frente a la ventana, con la taza de té enfriándosele en las manos.

—Buenos días —Javier apareció en la cocina, despeinado, cansado.

—Días —respondió ella, cortante.

—Oye, ¿hablamos en serio? —se sentó, frotándose la cara—. Sé que anoche me pasé…

—No te pasaste, compraste un coche sin mi opinión.

—Carmen, ¡lo necesitábamos! Además, yo gano…

—¿Y yo qué, no trabajo? —se giró brusca—. ¿Acaso mi sueldo no cuenta?

—Claro que cuenta… solo que…

—Que como eres el sostén de la familia, decides solo.

Javier calló. Su silencio fue más elocuente que mil palabras.

—Entiendo —dejó la taza en el fregadero—. Entonces paga tú solo el préstamo.

—¿Cómo? ¡Somos una familia!

—Familia es cuando se consultan las cosas. Esto fue: tú decides, tú compras, y yo asumo las consecuencias.

Él se levantó, se acercó.

—Carmen, ¿qué te pasa? Llevamos veinte años juntos…

—¡Exacto! ¡Veinte años! ¡Y en todo ese tiempo no has aprendido a escucharme!

Salió de la cocina, dejándolo solo con sus pensamientos.

En el trabajo, no podía concentrarse. Su compañera Pilar notó su distracción.

—¿Qué te ocurre? Pareces agotada.

—Nada… problemas en casa.

—¿Javier otra vez? —Pilar la conocía desde hacía una década, ambas trabajaban en contabilidad.

—Compró un coche. Caro. A plazos.

—Ay… —Pilar alargó la palabra—. Entiendo. Mi marido también era de sorpresas. Una vez, una aspiradora de mil euros. Decía: «¡Te facilitará la vida!». Y a mí me gustaba la vieja.

—Pili, —Carmen dejó los papeles—, ¿pensaste alguna vez en… el divorcio?

Pilar alzó las cejas.

—Claro. ¿Quién no? Pero a nuestra edad es como… empezar de cero. Da miedo.

—No es la edad —susurró Carmen—. Es no entender por qué seguir junto a quien no te escucha.

—¿Y si eres tú quien no lo escucha?

La pregunta la dejó helada. ¿Cuándo fue la última vez que escuchó a Javier de verdad?

Al volver a casa, olía a cena. Javier cocinaba, algo raro.

—¡Mamá, papá hace cocido! —anunció Nuria, entusiasmada—. ¡Con hueso y todo!

—Tres horas de cocción —fue el orgulloso comentario de Javier—. Como te gusta a ti.

Carmen se lavó las manos en silencio. En el espejo del baño, vio su rostro cansado, las primeras arrugas, las canas que teñía cada mes. Cuarenta y tres años. Más de la mitad vivida, la mayor parte con él.

Durante la cena, Javier callaba. Nuria hablaba del colegio, los padres comían sin mirarse.

—Nuria, ve—Ve a hacer los deberes —dijo finalmente Carmen, y cuando su hija salió, miró a Javier a los ojos y susurró—: Mañana iremos a dar una vuelta en el coche, pero prométeme que a partir de ahora decidiremos todo juntos.

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Un paso hacia la separación