Un paso hacia la felicidad

**Un paso hacia la felicidad**

Desde pequeña, Lucía siempre fue guapa. Bajita, rubia, con una figura envidiable y un rostro que llamaba la atención. Tras graduarse en la universidad, se quedó a trabajar en Madrid. Pero en el amor, las cosas no le iban bien. No le faltaban pretendientes, pero ninguno la llevaba al altar. Y ya casi rozaba los treinta.

Al principio bromeaba, diciendo que no había prisa. Luego, la melancolía la alcanzó. El tiempo, como bien se sabe, es un traicionero.

—¿Será que te hicieron mal de ojo? ¿A quién le habrás cortado el paso? —le preguntó una amiga de su madre durante las pasadas Navidades.

—A nadie le he cortado el paso, no he robado nada ni he destruido familias —respondió Lucía con firmeza.

—Entonces, alguien te envidiaba mucho —aseguró tía Marisa, la amiga de su madre.

Lucía no discutió. Sabía que alguna vez había sido envidiada, incluso por compañeras del colegio. Los chicos siempre la rodeaban. Estudió mucho, pero dejó el amor para más adelante.

Su madre la crió sola. No pasaban necesidades, pero tampoco vivían con lujos. Su mamá tejía maravillosamente. Lucía tenía incontables jerséis finos, de encaje, cálidos, esponjosos, modernos y coloridos. Su madre los vendía también.

—¡Cállate, Marisa! ¿Qué dices? Tiene pretendientes de sobra. Lo importante es no apresurarse —defendía su madre.

—Precisamente, pretendientes. Lo que necesita es un marido, o al menos un buen amante —insistía tía Marisa.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó su madre, molesta.

No quería pensar que su hija, tan lista, pudiera ser la amante de nadie.

—Ninguna, salvo el papelito del registro. Eso importa para los hijos. A veces, un amante vale más que un marido… —y tía Marisa empezaba, por enésima vez, a contar cómo su amante le había comprado un piso y pagado los estudios de su hijo… mientras echaba a su inútil y borracho esposo.

Lucía decidió entonces no pasar más Navidades con su madre. Estaba harta de esas conversaciones. Prefería estar sola.

Mientras caminaba por la acera, evitando resbalar, se apartó para dejar paso a una mujer con carrito.

—¡Lucía! —gritó la mujer, deteniéndose—. ¿No me reconoces? Soy Laura Soler, ahora Martínez —dijo con alegría.

—Laura —Lucía esbozó una sonrisa forzada—. No te reconocí. ¿Vives en Madrid? ¿Desde cuándo?

—Tres años ya. ¡Qué casualidad encontrarnos así! Oí que tú… —Laura comenzaba a preguntar.

—¿Es tuyo? —interrumpió Lucía, intentando cambiar de tema—. ¿Puedo verlo?

—Claro. Es mi niña —su voz sonó orgullosa, y su mirada se suavizó.

Lucía se inclinó sobre el carrito. Entre un mar de encajes blancos y un gorrito rosa, dormía un pequeño milagro. Pestañas largas, mejillas regordetas y labios como un lazo. Olía a leche, a sueño y a lana.

—Qué bonita. ¿Se parece a su padre? —preguntó.

—Sí. Cuando nació… —Laura empezó a contar entusiasmada.

—Perdona, tengo prisa. Nos vemos —dijo Lucía, alejándose rápido.

El ánimo se le nubló. “En una ciudad tan grande, tenía que toparme con ella. En el instituto era invisible, nadie la miraba. Y ahora, casada, en Madrid, con una hija. La felicidad le brota por los ojos. ¿Y la mía? Los años pasan y sigo sola…”

Llegó a casa sin darse cuenta. El árbol de Navidad, decorado hacía una semana, ya no le alegraba. Solo le recordaba que pronto sería fin de año, y no tenía con quién celebrar.

Apenas se cambió y puso la tetera al fuego, sonó el móvil. Era Javier.

—¿Estás en casa, cariño? Llego pronto —dijo.

Lucía quiso mentir, decir que no estaba, pero solo asintió. La pasión inicial había pasado, quedaba solo costumbre. Él se había divorciado, pero seguía viviendo con su ex por la hija.

—Ya estoy en casa —susurró, y fue a preparar la cena.

Media hora después, Javier llegó con una bolsa de regalo.

—Toma, cielo. Por si no nos vemos en Nochevieja. Tengo la cena de empresa, informes que cerrar, prometí llevar a mi hija a ver las luces…

A Lucía le importaba poco. Pero el regalo la alegró: un conjunto de lencería roja y un estuche de terciopelo con un colgante de corazón dorado.

—¡Gracias! —le dio un beso en la mejilla.

—No cenaré. Perdona, no te avisé —Javier la tomó de la mano hacia la habitación…

Fue agradable, pero breve. Él la besó agradecido, luego se vistió.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —preguntó Lucía de pronto, envuelta en la sábana.

Javier se quedó quieto, los pantalones en la mano, como si la respuesta estuviera en el techo. Una pierna ya estaba dentro. La otra, con un calcetín negro, contrastaba con su piel pálida y velluda. Lucía desvió la mirada, arrepentida.

—Diez, creo. Sí, diez —dijo, terminando de vestirse.

Lucía recordó sus diez años: delgada, con trenzas y ojos grandes. Su padre las abandonó cuando ella tenía siete. Ahora, sentía pena por la hija de Javier.

Cuando él se fue, arrojó las sábanas a la lavadora y se metió en la ducha. “No lo veré más. Que se quede con su familia”, decidió.

El fin de semana durmió hasta tarde. Después del desayuno, salió a comprar un regalo para su madre. Ya tenía hilos para tejer, pero quería algo más. Quizá botas. Mientras caminaba, recordó a Laura.

“Hasta Laura, la invisible, se casó. Yo sería una buena esposa. Sé cocinar, tejo bien. Cuántas cosas bonitas le haría a mi hija… ¿Por qué a unas les llega la felicidad y a otras no? No pido un millonario. Solo un hombre normal, que me quiera. ¿Es mucho pedir?”

Cruzó el paso de cebra sin mirar el semáforo. Los coches frenaron, pitando. Ella siguió, agachando la cabeza. Nada pasó. Al otro lado, las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa? ¿Ha muerto alguien? —un hombre joven le cortó el paso—. Solo se arriesga así quien ha perdido a un ser querido.

Lucía lo miró confundida.

—Entiendo. Vamos —abrió la puerta de un café.

Ella entró dócilmente. El hombre le tocó la mano.

—Qué fría. Ahora te calentarás.

Pidió dos cafés humeantes. Lucía rodeó la taza con las manos, cerró los ojos.

—¿Por qué llorabas? ¿Pelea con tu marido? —preguntó él, usando el “tú”.

Ella no notó el cambio, ni los vasos de vino tinto que llegaron.

—Bebe, entrará en calor —él tomó primero.

Lucía lo imitó. Sintió cómo el calor la invadía.

—Mejor. Ahora tienes otra mirada. Pensé que era algo grave. Me llamo Daniel.

—Lucía —sonrió.

—¿En serio? Mi madre se llamaba igual. ¿Quieres contarme algo?

Sin darse cuenta, le habló de suY así, entre risas y lágrimas, Lucía descubrió que la felicidad siempre llega cuando menos la esperas, a veces solo un paso más allá.

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Un paso hacia la felicidad