Un Paraíso Culinario en Casa

El paraíso culinario de Ana

Cuando entramos con Miguel en el piso de Ana, me envolvió un aroma que casi me hizo olvidar por qué habíamos ido. Olía a carne recién horneada, a bollería caliente y a especias que parecían bailar en el aire. Me detuve en el umbral, cerré los ojos y respiré hondo: era el olor del hogar, de la fiesta y de algo casi mágico. Y cuando miré la mesa, me quedé sin palabras. Había platos que podrían exhibirse en un museo de arte culinario. La verdad, no sabía si admirarlos o lanzarme a por un plato.

Ana, mi amiga de toda la vida, siempre había sido una artista en la cocina, pero esta vez se superó a sí misma. Fuimos a cenar a su casa, una invitación “sin motivo”, solo para charlar y pasar la noche juntos. Yo esperaba algo sencillo: una ensaladilla, quizá un pollo asado, té con galletas… Pero lo que vi fue un auténtico espectáculo gastronómico. La mesa rebosaba de manjares: un solomillo de cerdo dorado con hierbas, patatas asadas con romero, verduras dispuestas como un cuadro y una tarta con la corteza dorada que desprendía aroma de manzana y canela. Además, había tres salsas distintas, cada una en su salsera, y todas resultaron ser una delicia.

“Ana, ¿vas a abrir un restaurante?”, solté sin poder apartar la mirada de tanta maravilla. Ella se rio y dijo: “Bah, Marta, solo quería daros un capricho. ¡Sentaros, que lo probemos todo!”. Miguel, mi marido, que suele ser poco hablador, ya estaba alargando el tenedor, pero lo detuve: “Espera, voy a sacar una foto primero. ¡Esto hay que subirlo a las redes!”. Ana puso los ojos en blanco, pero se notaba que le halagaba el comentario. Es así: cocina con el alma y luego actúa como si no fuera para tanto.

Nos sentamos y empezó el verdadero festín. Probé la carne y se deshacía en la boca, con un toque de ajo y algo más que no supe identificar. “Ana, ¿qué magia es esta?”, pregunté, y ella, sonriendo, respondió: “El ingrediente secreto es el cariño”. Me reí, pero, la verdad, casi me lo creo. Hasta una ensalada de tomate y pepino parecía una obra de arte en sus manos. Miguel, que suele comer en silencio, soltó de repente: “Ana, si cocinas así todos los días, me mudo contigo”. Nos reímos todos, aunque noté que ya estaba calculando cómo repetir plato.

Mientras comíamos, Ana nos contó cómo había preparado cada plato. Había pasado todo el día en la cocina, y algunas recetas eran de su abuela. “Esta tarta —dijo— la hacía mi abuela en todas las celebraciones. Yo solo le he añadido un poco más de vainilla y canela”. Escuchaba y pensaba: ¿Cómo tiene tanta paciencia? Yo, la verdad, no aguanto más de una hora cocinando. Mi plato estrella son los macarrones con queso, y solo si el queso ya está rallado. Pero esto… era una sinfonía de sabores, todo hecho con tanto amor que daban ganas de abrazarla.

Lo más increíble era el ambiente que había creado. No solo la comida, sino toda su casa respiraba calidez. Había un pequeño jarrón con flores, velas que creaban una penumbra acogedora y jazz sonando suavemente de fondo. Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no me sentía tan relajada. Incluso Miguel, que suele refugiarse en el móvil después de cenar, se quedó sonriendo y contando anécdotas de su juventud. Ana había convertido una noche cualquiera en algo especial.

Entre el segundo trozo de tarta y una infusión, le pregunté: “Ana, ¿cómo lo haces? ¿Trabajo, casa y además preparas cenas así?”. Se quedó pensativa y dijo: “Marta, para mí cocinar es como meditar. Pongo música, corto verduras, amaso… y los problemas desaparecen. Y cuando os veo disfrutarlo, sé que vale la pena”. La miré y pensé: Ojalá tuviera una pizca de su talento y paciencia. Igual hasta aprendía a hacer tartas en vez de pedir pizza a la mínima.

Al irnos, Ana nos metió un tupper con restos de tarta y carne. “Lleváoslo —dijo—, para picar mañana”. Intenté negarme, pero insistió: “Venga, Marta, es para vosotros”. Salimos a la calle y caí en la cuenta: esa noche no había sido solo sobre comida, sino sobre amistad, calor y saber compartir. Ana me recordó lo importante que es parar, reunirse y disfrutar del momento.

Ahora pienso en invitarla a casa. Aunque ya me entra el pánico: ¿qué le sirvo? Mis macarrones no están a su altura. ¿Pido sushi y finjo que lo he preparado? Bromas aparte. Seguro que le pido un par de recetas y lo intento. Y si no sale, le diré: “Ana, tú mandas en la cocina, yo voy aprendiendo”. Y sé que se reirá y dirá que lo importante es la compañía. Así es ella.

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