Un paquete que puso fin a un matrimonio

**Corona para una viva: cómo un paquete puso fin a un matrimonio**

El olor de las croquetas recién hechas llenaba la cocina cuando alguien llamó a la puerta. Vera, sin siquiera quitarse el delantal, abrió y se encontró con un joven repartidor.

—Buenos días, su paquete —dijo con energía.

—¿Qué paquete? Yo no he pedido nada —respondió ella, confundida.

—¿Piso número diez? —preguntó él, revisando su lista.

—Sí.

—Entonces todo está correcto.

Dudosa, Vera firmó el recibo y recibió una caja grande. Al abrirla, la sangre se le heló en las venas. Dentro había una corona fúnebre. No una decorativa, ni navideña, sino una auténtica, con una cinta negra donde se leía su nombre.

No había remitente. Solo un mensaje siniestro: «Descansa en paz, Vera».

—¿Hasta qué punto hay que odiar a alguien para mandarle una corona a su casa? —murmuró después, con la voz temblorosa.

Su marido, Andrés, no le dio importancia:

—¿Por qué piensas que ha sido mi madre? ¡Si te quiere!

—¿Que me quiere? ¡Ni siquiera menciona mi nombre! —recordó Vera con dolor.

Y era cierto. A su futura suegra no le gustaba nada de ella: su baja estatura, su trabajo de recepcionista, sus vestidos modestos. Vera se esforzaba, se hacía su propia ropa, era educada, pero solo recibía desprecios y comentarios hirientes.

—Mira qué desastre —susurraba Dolores a su hijo—. ¡Ni siquiera sabe expresarse!

Él callaba, fingía que todo estaba bien. Pero su silencio era complicidad. Su madre se permitía cada vez más, aunque vivían en el piso de Vera.

Cuando Vera propuso alquilar su casa y buscar un lugar que agradara a la suegra, esta rechazó todas las opciones, con gritos, reproches e histeria. Y Andrés, en silencio, seguía bebiendo su té.

Si la corona no funcionó, llegó el siguiente paso. De pronto, Andrés encontró unos calzoncillos en el altillo.

—¿Tienes algo que explicarme? —preguntó, sosteniéndolos con desconfianza.

—¿Y a ti no te parece raro? ¡Ni con una silla podría llegar allí!

Las llaves del piso las tenía su suegra. Ahora todo cobraba sentido. Pero Andrés volvió a callar.

El siguiente “regalo” fue un cubo de arándanos. Su suegra se lo entregó diciendo:

—¡Vitaminas para mi nuera!

A la mañana siguiente, Vera descubrió dentro… un erizo vivo, casi congelado por el frío de la nevera. Afortunadamente, Andrés lo vio. Claro, no creyó que fuese intencionado: «Se habrá colado, cosas que pasan».

Más tarde, Vera encontró una muñeca con agujas clavadas bajo la cama. La situación ya parecía un mal thriller. Pero ella lo soportaba. Por amor. Por creer que su marido era su protección, no solo el hijo de su madre.

El final llegó por casualidad. Vera volvió antes del trabajo y los pilló juntos. En su propia casa.

Lo echó. Rápido. Sin miramientos. En calcetines, como se suele decir.

Él intentó justificarse:

—¡Ella vino sola! ¡Yo no planeé nada!

Pero Vera ya no creía en él. Sobre todo al descubrir que la “invitada” era la sobrina de una amiga de su suegra. Todo era demasiado obvio.

Tres años aguantando. Otros no hubieran durPero al final, hasta la paciencia más fuerte se agota, y Vera aprendió que amar no significa sufrir en silencio.

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