El padre se acordó de mí… cuando supo de la herencia de la abuela
Mi vida nunca fue fácil, pero el golpe más duro no fue crecer sin padres, sino la aparición de quien alguna vez llamé papá—tras quince años de silencio. Y no vino con flores ni disculpas, sino con una exigencia: «Reparte la herencia».
Mis padres se divorciaron cuando tenía cuatro años. Mamá se hundió en el alcohol, el tribunal le quitó la custodia, y mi padre, incapaz de ser un verdadero padre, me llevó con su madre a un pueblo remoto cerca de Toledo. Él vivía en la ciudad y apenas aparecía—una vez cada seis meses, o menos.
Fui a la escuela rural, aprendí a cavar la tierra, coser en una máquina antigua, pescar, hacer escobas y mermelada. La vida con la abuela era simple, pero auténtica. En tercer grado, mi padre llegó con una mujer desconocida. Me echaron a jugar afuera. Cuando volví, solo estaba la abuela, sentada en su sillón, con la mirada vidriosa.
—¿Dónde está papá?—pregunté.
—No volverá, Leticia—fue todo lo que dijo.
Y así fue. Formó una nueva familia, olvidándose de su hija. La abuela y yo vivimos solas. No me lamenté—tenía a ella. Sabia, callada, estricta y tierna. Fue mi madre, mi padre, mi amiga.
Cuando terminé la secundaria, tía Carmen, la costurera del pueblo, me dijo:
—Tienes manos de oro. Estudia modistería, no desperdicies tu talento en el huerto.
La obedecí. Me mudé a Madrid. Estudié, trabajé, sobreviví. Mi padre vivía a tres paradas de mi residencia—pero en cuatro años nunca preguntó si seguía viva. Yo tampoco lo busqué.
Al graduarme, entré a un taller, me casé con Álvaro. Vivíamos en un piso diminuto, pero cada viernes íbamos al pueblo. La abuela adoraba a Álvaro. Se alegró cuando supo que estaba embarazada, aunque nunca conoció a su bisnieto…
Cuando ella murió, el mundo se vació. Luego, un notario anunció: la casa, el terreno, los ahorros—todo era mío. Lloré ante ese papel. No por el dinero, sino por el recuerdo.
Mi padre no fue al funeral. Ni una llamada, ni una palabra. Se enteró de su muerte seis meses después. Y del testamento. Entonces—por primera vez en quince años—llamó a mi puerta.
No reconocí a ese hombre envejecido. No hubo rodeos:
—La herencia debe repartirse. Me toca la mitad.
Me reí en su cara. Amarga, fuerte:
—¿A ti? ¿Mitad? Renunciaste a mí y a tu madre. ¿Y ahora te acuerdas? ¿Hueles el dinero?
Mostró los dientes, pero Álvaro se plantó a mi lado:
—Vete. Hazlo tranquilo o te echo yo.
Demandó. Pero hasta la ley estuvo de mi parte. Perdió, pagó las costas, desapareció otra vez.
Álvaro y yo abrimos un taller. Cosíamos uniformes—para obreros, médicos, gasolineros. No faltaba trabajo. Vivimos y construimos nuestro futuro.
Nunca más lo vi. Ni quiero. La abuela fue mi única familia. Sobreviví porque ella creyó que merecía más. Y vivo para que esté orgullosa. Allá, más allá de las nubes…