EL PADRASTRO.
Desde pequeña, Carlita sabía que su madre la había traído “en el mandil”. Las vecinas cotillas, que parecían vivir eternamente en el banco del portal, se lo habían contado con mal disimulado morbo. Carlita imaginaba a su madre, la delicada y menuda Lucía, cargando en el dobladillo de su vestido de fiesta a una Carlita aparecida de la nada.
¡Eso pasa porque no tienes padre! le explicó con aire de superioridad Marina, la niña que vivía justo encima de su piso. ¡Eres una hija sin padre!
¿Y eso qué es? preguntó Carlita, arrugando la nariz.
¡Pues eso! ¡Tu madre te tuvo sin casarse! No tienes papá. ¡Pero yo sí! Marina infló el pecho, orgullosa.
¿Y qué? replicó Carlita. ¡Yo tengo abuelos! Y tú no.
¡Ja! ¡Los abuelos no cuentan! Una mujer necesita un hombre. Sin hombre, no es nada. ¡Eso dice mi madre!
Esa noche, después de cenar, Carlita se acomodó junto a su madre en el sofá, como hacían siempre. Era su ritual: sentarse juntas, cada una en lo suyo, mientras charlaban. Lucía era una mujer habilidosacosía, tejía, bordaba, y Carlita, siguiendo su ejemplo, hacía pulseras de abalorios, cuadros de mosaicos o figuritas de plastilina.
Mamá ¿de verdad hace falta un padre? preguntó Carlita, mientras escuchaba los ruidos del piso de arriba. Allí empezaba el “espectáculo nocturno”, como lo llamaba su abuela, Paulina. Lo protagonizaba el padre de Marina, el señor Alejo. Por los gritos, se sabía en qué estado estaba: si solo berreaba él y las mujeres del piso gemían, significaba que había bebido. Si los alaridos eran a dúo, estaba sobrio, y eso lo enfurecía aún más.
Si vivimos nosotras dos solas, es que no es imprescindible respondió Lucía, acariciándole el pelo a su hija mientras también escuchaba el alboroto superior.
Pero Marina dice que una mujer sin hombre está incompleta
Cariño, cada uno se justifica como puede. ¿Acaso nos va mal a nosotras?
No negó Carlita con la cabeza. Y era cierto: vivían bien. Lucía era contable en una empresa importante, con un sueldo decente. Los fines de semana iban a cafeterías, cines, teatros o de compras. Veraneaban en la playa y cada Nochevieja viajaban al pueblo, donde vivía Julia, una amiga de Lucía. Julia tenía tres hijos, y cada invierno su marido les hacía una gran rampa de nieve en el patio.
Arriba, el espectáculo subía de volumen. Los improperios del señor Alejo resonaban en todo el edificio. Media hora después, Lucía, sonriendo, se levantó hacia el recibidor. El concierto llegaba a su fin. Una puerta se cerró de golpe y se oyeron pasos precipitados. Lucía abrió la puerta justo a tiempo para que Catalina y Marina se colaran dentro.
¡Ciérralo rápido! chilló Catalina, pero Lucía ya lo estaba haciendo. Los golpes en la puerta retumbaron.
¡Lucía! ¡Abre! rugió una voz masculina. ¡O te echo la puerta abajo! ¿Dónde está esa p***? ¡Le voy a romper las piernas!
Si no te vas ahora mismo, llamo a la policía respondió Lucía con calma. Estaba acostumbrada a estas amenazas, y el vecino sabía que no eran palabras vacías. Ya lo había denunciado antes. Una vez más, y acabaría entre rejas.
¡No lo hagas! suplicó Catalina. ¡Lo acabarán encerrando!
Ya va siendo hora murmuró Lucía, yéndose a poner la tetera.
¿En serio? ¿Cómo vas a vivir sin un hombre? farfulló Catalina tras ella. ¿Acaso estás mejor sola?
Lucía se detuvo y la miró. El batín de Catalina estaba roto, el pelo revuelto, los ojos desorbitados, y un morado asomaba bajo uno de ellos.
No estoy sola, Cata. Tengo a mi hija. Y no tengo moratones. Tampoco duermo en casas ajenas.
¡Vaya orgullo! bufó Catalina. Tu hija crece sin padre. ¡Quién sabe cómo acabará sin figura masculina! ¡Y los morados Si pega, es que ama! ¡Riñen los amantes, y se aman más luego! ¡Hoy discutimos, pero mañana me adorará! ¡Y tú seguirás sola en tu cama fría!
Lucía negó con la cabeza. La misma cantinela de siempre.
Carlita empezó primaria cuando apareció en sus vidas el tío Vasco. Era un hombre bajo pero robusto, de pocas palabras, sereno y formal. Al principio, Carlita temió que su madre se olvidara de ellaMarina, la sabelotodo, ya la había “iluminado”.
¿Crees que ese tío Vasco será tu padre? ¡No es tu sangre! ¡A los hombres no les interesan los hijos ajenos! En cuanto le dé un hermanito a tu madre, te mandarán de criada o al orfanato. ¡Un padre de verdad te quiere! ¡Un padrastro no!
¡Marina! rugió desde el balcón el señor Alejo, borracho. ¿Dónde estás, mocosa? ¡A lavar los platos! ¡Y a limpiar esta pocilga! ¿O quieres que lo haga tu madre después del trabajo?
El señor Alejo llevaba un mes sin empleo. Ahogaba sus penas en alcohol desde primera hora. Marina desapareció en el portal.
Pero el tío Vasco, contra todo pronóstico, trató a Carlita con cariño. Era ingeniero en la misma empresa que Lucía. Tenía un coche grande y elegante que los llevaba los fines de semana a cafés, cines y teatros. También los llevó a la playa y al pueblo de Julia.
Jugaba con Carlita, le compraba juguetes y vestidos, la defendía de los matones del barrio y, por las noches, se sentaba con ellas en el sofá, observando cómo “sus chicas” hacían manualidades.
Cuando Lucía y Vasco se casaron, con una pequeña celebración en un restaurante, él se acercó a Carlita y le dijo, sonriendo:
Puedes llamarme papá.
Y así lo hizo. Pero cuando Catalina lo oyó, soltó una carcajada.
¿Él tu padre? ¡Es tu padrastro! ¡Tu madre tiene marido, pero tú sigues sin padre!
Catalina odiaba a Vasco. Desde que se mudó con Lucía y Carlita, sus noches de refugio terminaron.
Catalina, tienes tu propia casa. O vete a un hostal si no quieres volver. Aquí no hay asilo dijo Vasco con calma cuando ella llamó a su puerta, huyendo de su marido.
¿Quién te crees que eres? chilló Catalina. ¡Llamaré a mi marido! ¡Él te pondrá en tu sitio!
¿Para qué? Vasco cruzó los brazos. Ahí viene tu adorado. Hablaremos.
Alejo, olvidándose de su mujer, se abalanzó sobre Vasco, pero este ni se inmutó. Con un solo empujón, Alejo cayó de espaldas.
¡Asesino! gritó Catalina, corriendo hacia su marido. ¡Te voy a denunciar!
Adelante asintió Vasco, pero hazlo en voz baja. La gente quiere dormir, no oír tus gritos.
Alejo y Catalina intentaron recuperar su vida de peleas y refugios, pero Vasco siempre los detenía. El edificio empezó a respetarloy a temerlo un poco. Cuando llegaba, los cotilleos del banco callaban, y las vecinas sonreían falsamente.