Un Padre por Amor

EL PADRASTRO.

Desde pequeña, Lucía sabía que su madre la había traído “en el mandil”. Las vecinas cotillas del portal, que parecían vivir en el banco de la entrada, se encargaron de contárselo.

Lucía se imaginaba a su madre, la menuda y dulce Lola, cargando en el dobladillo de su vestido de fiesta a una niña que apareció de la nada.

—¡Es porque no tienes papá! —le explicó con suficiencia Marina, la chica que vivía en el piso de arriba—. ¡Eres una hija sin padre!

—¿Y eso qué es? —preguntó Lucía, confundida.

—¡Pues eso! ¡Tu madre te tuvo sin casarse! ¡No tienes papá! ¡Yo sí! —Marina la miró con aire de superioridad.

—¿Y qué? —replicó Lucía—. ¡Yo tengo abuelos! ¡Y tú no!

—¡Ja! Los abuelos no importan —dijo Marina—. ¡Una mujer necesita un hombre! Sin hombre, no es completa. ¡Eso dice mi madre!

Esa noche, después de cenar, Lucía se sentó como siempre junto a su madre en el sofá. Era su rutina: pasar las tardes charlando mientras Lola cosía o tejía, y Lucía hacía pulseras de abalorios o dibujos con purpurina.

—Mamá… ¿es necesario tener un papá? —preguntó Lucía, escuchando los ruidos del piso de arriba.

Allí empezaba el “espectáculo nocturno”, como lo llamaba la abuela de Lucía, Pilar. Lo protagonizaba el padre de Marina, el señor Antonio. Por los gritos, se sabía en qué estado estaba: si solo él vociferaba y las mujeres gemían, era que había bebido. Si los gritos eran de ambos lados, era que estaba sobrio… y eso lo enfurecía más.

—Si vivimos bien sin papá, es que no hace falta —respondió Lola, acariciando el pelo de su hija y escuchando también los alborotos de arriba.

—Pero Marina dice que una mujer sin hombre no es completa…

—Cariño, cada uno habla desde su experiencia. ¿Acaso nos falta algo a nosotras?

—No —dijo Lucía, moviendo la cabeza.

Y era verdad. Vivían bien. Lola trabajaba como contable en una empresa importante, ganaba un buen sueldo. Los fines de semana iban a cafeterías, cines, teatros o de compras. Cada verano viajaban a la playa, y cada Navidad, al pueblo de su amiga Tía Carmen, donde su marido hacía una gran rampa de nieve para los niños.

Arriba, el escándalo subía de volumen. Los tacos del señor Antonio retumbaban en todo el edificio. Media hora después, Lola, sonriendo, se levantó. Sabía lo que venía. La puerta de arriba se abrió de golpe y unos pasos apresurados bajaron las escaleras. Lola abrió la suya justo a tiempo para que entraran corriendo la vecina Catalina y Marina.

—¡Ciérralo! —gritó Catalina, pero Lola ya lo hacía.

—¡Lola! ¡Abre! —rugió una voz borracha—. ¡O te echo la puerta abajo! ¡Que salga esa p****! ¡Le voy a romper las piernas!

—Si no te vas ahora mismo, llamo a la policía —respondió Lola con calma.

Ya estaba acostumbrada. Y el vecino sabía que no era un farol. Lola ya lo había denunciado antes. Una más, y acabaría entre rejas.

—¡No lo hagas! —suplicó Catalina—. ¡Lo van a encerrar!

—Ya era hora —murmuró Lola, yendo a poner la tetera.

—¡Pero qué dices! ¿Cómo vas a vivir sin un hombre? —balbuceó Catalina—. ¿Acaso eres feliz sola?

Lola la miró. El batín de Catalina estaba roto, el pelo revuelto, los ojos febriles. Un morado le brotaba bajo uno de ellos.

—No estoy sola, Cati. Tengo a mi hija. No tengo morados. Y no duermo en casas ajenas.

—¡Vaya orgullo! —bufó Catalina—. Tu hija crece sin padre. ¡Quién sabe cómo acabará! Y los morados… ¡Si te pega, es porque te quiere! ¡Mañana hará las paces! ¡Y tú seguirás sola en tu cama fría!

Lola negó con la cabeza. La misma conversación. Las mismas excusas.

Lucía empezó el colegio cuando apareció el señor Javier. No era alto, pero era fuerte. Hablaba poco, serio y tranquilo. Al principio, Lucía tuvo miedo de que su madre se olvidara de ella. Marina, la experta, ya se lo había advertido.

—¡Ja! ¿Crees que ese señor Javier será tu padre? ¡Tú no eres su hija! ¡A los hombres no les interesan los hijos ajenos! ¡En cuanto tenga un bebé con tu madre, te mandarán a un orfanato!

—¡Marina! —rugió desde el balcón el señor Antonio, borracho—. ¡Vuelve aquí! ¡Hay que fregar los platos!

Pero el señor Javier, contra todo pronóstico, trató a Lucía con cariño. Trabajaba en la misma empresa que Lola. Tenía un coche grande, que ahora los llevaba a todos lados. Jugaba con Lucía, le compraba vestidos y la defendía de los matones del barrio.

Cuando Lola y Javier se casaron, él se acercó a Lucía y le dijo:

—Puedes llamarme papá.

Y así lo hizo. Pero cuando Catalina lo oyó, se rió a carcajadas.

—¡Él no es tu padre! ¡Es tu padrastro! ¡Tu madre tiene marido, pero tú sigues sin papá!

Catalina odiaba a Javier. Desde que se mudó con Lola, ya no podía refugiarse en su casa.

—Tienes tu propio piso, Cati —dijo Javier—. O vete a un hotel. Aquí no hay albergue para maltratadas.

—¿Quién te crees que eres? —chilló Catalina—. ¡Voy a llamar a mi marido! ¡Te va a dar una paliza!

—¿Para qué? —Javier cruzó los brazos—. Ahí viene tu príncipe azul.

Antonio, olvidándose de su mujer, se abalanzó sobre Javier, pero este ni se inmutó. Con un solo empujón, lo tiró al suelo.

—¡Me está matando! —gritó Catalina, corriendo hacia su marido—. ¡Te voy a denunciar!

—Hazlo en voz baja —respondió Javier—. La gente quiere dormir.

Intentaron recuperar su vieja vida: peleas, huidas, amenazas… Pero Javier siempre los frenaba.

El respeto hacia él creció en el vecindario. Cuando llegaba del trabajo, los chismes cesaban y las vecinas sonreían fingidamente:

—Buenas tardes, señor Javier.

Solo Lucía, sin importarle nada, gritaba feliz:

—¡Papá ha llegado! —y se colgaba de su cuello.

—No es tu padre —le susurraba Marina.

—Mira —dijo Lucía, observando a su amiga, con un vestido raído y una mochila desteñida—. Puede que no sea mi padre de sangre, pero nunca me ha gritado, siempre me ha cuidado y protegido. Nos quiere a mi madre y a mí, y haría lo que fuera por vernos felices.

¿Y tu padre «de verdad»? ¿Qué ha hecho por ti?

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