**El obstáculo en el camino hacia la felicidad**
Ya había terminado. Laura rompió con su novio, Pablo, después de casi dos años juntos. Habían compartido piso en Madrid, pero cuanto más tiempo pasaban entre esas cuatro paredes, más claro lo tenía: no podía seguir así. La pereza de él, el desorden constante, las excusas para no trabajar y las tardes tirado en el sofá con el móvil la sacaban de quicio.
Aquella noche, al volver de un agotador turno en el hospital, Laura tomó la decisión. El caos reinaba en el apartamento. Pablo, con la barba sin afeitar y una camiseta desgastada, hojeaba distraído las redes sociales.
—Pablo, recoge tus cosas. Se acabó —dijo ella, sin titubear.
—¿Estás loca? ¿Qué pasa ahora? —saltó él, levantándose de un salto.
—Ya basta. No voy a cargar más contigo. Vete.
—Te arrepentirás. ¿Dónde voy a dormir a estas horas?
—En casa de tus padres, donde sea. Aquí ya no vives.
Él salió dando un portazo, advirtiéndole que lo lamentaría. Pero Laura no flaqueó. *”Cuando una puerta se cierra, otra se abre”*, pensó. Respiró aliviada y, por primera vez en mucho tiempo, sintió paz.
Sus padres, especialmente su madre, Carmen, se alegraron:
—Por fin te has librado de ese vago. Con veintisiete años, es hora de pensar en formar una familia —dijo su madre con tono categórico.
Laura ya lo sabía. Trabajaba como enfermera en el servicio de traumatología, donde cada día llegaban casos urgentes. Agotada, apenas podía levantar los brazos, y en casa le esperaban más tareas: la cena, la limpieza, las quejas de Pablo.
Tras la ruptura, su vida fue más sencilla: bocadillos del bar, una ducha y dormir. Sin reproches, sin dramas.
Pasaron unos meses, y apareció Javier. Había llevado a un amigo al hospital tras un accidente y, al verla, algo en su mirada le llamó la atención. Intentó hablar con ella, pero no pudo. Al día siguiente, la esperó a la salida. Alto, de pelo claro y sonrisa cálida, le gustó al instante.
Su relación avanzó rápido. Él era atento, sincero, sabía escuchar. Trabajaba con su padre en una empresa de transportes. Y siempre tenía tiempo para ella.
Al contárselo a sus padres, la reacción de Carmen fue fría:
—Hola, pasa —dijo secamente al conocer a Javier.
Durante la cena, su padre intentó conversar, pero su madre apenas habló. Javier se sintió incómodo; Laura, desconcertada.
Pronto supo la verdad: la madre de Javier, Elena, había sido la mejor amiga de Carmen en el instituto… hasta que se quedó con el chico que le gustaba. Aunque luego Carmen se casó y tuvo a Laura, nunca superó ese rencor. Al ver al hijo de su rival, no pudo disimular su rechazo.
—O él, o yo —le espetó.
Pero Laura eligió el amor. Se lo contó a Javier, y él solo encogió los hombros:
—No somos culpables del pasado de nuestros padres. Vivimos nuestro presente.
Él habló con su madre, y ella, tras pensarlo, dijo:
—Tenéis vuestra propia vida. No guardo rencor. Sed felices.
Se casaron. En la boda, los padres estuvieron, pero en lados opuestos. Carmen no sonrió en toda la noche; Elena, en cambio, celebraba con alegría.
Ahora llevan meses viviendo juntos, visitando a ambas familias. Pero entre sus padres sigue habiendo silencio.
—Quizás con un nieto el hielo se rompa —decía Javier con esperanza.
Mientras tanto, son felices. Y hace poco descubrieron que pronto habrá risas de niño en su hogar.
**Moraleja:** El amor verdadero merece luchar, incluso contra las sombras del pasado. La felicidad no depende de los rencores ajenos, sino de las decisiones propias.