Un Obstáculo en el Camino hacia la Felicidad

Un obstáculo en el camino a la felicidad

Yanira había terminado con su novio, con quien parecía haber compartido tanto. Se llamaban Marcos y Yanira. Estuvieron juntos casi dos años, incluso llegaron a vivir bajo el mismo techo. Pero cuanto más se prolongaba la rutina, más clara era la certeza de Yanira: no, con ese hombre no podía seguir adelante. La exasperaba profundamente: su pereza, el caos en el piso, las excusas interminables sobre el trabajo, siempre tirado en el sofá con el móvil.

Esa tarde, al volver de un agotador turno en el hospital, Yanira tomó una decisión firme: se acabó, era hora de terminar. En el piso reinaba, como siempre, el desorden. Marcos, sin afeitar y con una camiseta desgastada, hojeaba distraídamente las redes sociales.

—Marcos, recoge tus cosas. Terminamos —dijo ella sin vacilar.

—¿Estás loca? ¿Qué pasa ahora? —exclamó él, levantándose de un salto.

—Todo. No quiero cargar más contigo. Vete.

—Te arrepentirás. ¿Dónde voy a encontrar un sitio a estas horas?

—En casa de tus padres, donde sea. Pero aquí ya no vives.

Él cerró la puerta de golpe, advirtiéndole que se arrepentiría. Pero Yanira no se inmutó. *«Cada puerta que se cierra es una oportunidad para abrir otra»*, recordó las palabras de alguien. Se sentó en el sofá con alivio y, por primera vez en mucho tiempo, sintió una profunda ligereza.

Sus padres, especialmente su madre, se alegraron.

—Por fin te has quitado de encima a ese arrimado. Tienes veintisiete años, es hora de pensar en formar una familia —dijo Irene, su madre, con tono sermoneador.

Yanira lo entendía perfectamente. Trabajaba como enfermera en el área de traumatología. No era un sanatorio ni un ambulatorio: allí llegaban a diario personas en estado grave. A veces, el cansancio le pesaba tanto que apenas podía levantar los brazos, y en casa la esperaban… más responsabilidades: la cena, la limpieza, las quejas de Marcos.

Tras la ruptura, su vida fue más sencilla: kebabs del puesto de la esquina, una ducha y a dormir. Sin reproches, sin dramas.

Unos meses después, apareció Daniel. Había llevado a un amigo al hospital tras un accidente y enseguida se fijó en Yanira. Le llamó la atención su mirada. Intentó hablar con ella, pero no pudo. Sin embargo, a la mañana siguiente, volvió al hospital y la esperó. Alto, rubio, con una sonrisa amable: le gustó desde el primer momento.

Desde entonces, su relación avanzó rápido. Era cariñoso, honesto, sabía escuchar. Trabajaba con su padre en una empresa de transporte. Tenía tiempo y ganas de estar a su lado.

A los pocos meses, Yanira habló de Daniel con sus padres. Irene se puso tensa al instante, su rostro se ensombreció.

—Hola, pasad —dijo fríamente al ver al chico.

Durante la cena, el padre intentó conversar, mientras su madre apenas habló. Daniel se sentía incómodo; Yanira, confundida.

Más tarde, descubrió la razón: la madre de Daniel, Ana, era aquella antigua amiga del colegio de Irene que le había robado al novio. Desde entonces, Irene odiaba a su excompañera. Aunque ella misma se había casado y tenido a Yanira, seguía creyendo que su vida podría haber sido mejor. Por eso, al ver al hijo de su rival, no pudo ocultar el rechazo.

—O él, o yo —le planteó Irene como un ultimátum.

Pero Yanira eligió el amor. Se lo contó todo a Daniel. Él solo se encogió de hombros:

—No somos culpables del pasado de nuestros padres. Vivimos aquí y ahora.

También le confesó a su madre quién era Yanira. Ana meditó un momento:

—Tenéis vuestra propia vida. No guardo rencor. Sed felices.

Se casaron. Los padres asistieron a la boda, pero permanecieron en rincones opuestos. Irene no sonrió en toda la noche. Ana, en cambio, se alegró sinceramente.

Han pasado varios meses. Yanira y Daniel viven juntos y visitan a ambas familias. Pero entre los padres sigue habiendo silencio.

—Quizás, cuando nazca el nieto, el hielo se rompa —dijo Daniel con esperanza.

Mientras tanto, son felices juntos. Y hace poco supieron algo más: muy pronto, en su hogar resonará la risa de un niño.

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