Un nuevo refugio cálido

—¡Alto ahí! Él se gastó mi dinero, ¿y ahora resulta que le debo más? ¿De qué va esto?
—¡Es tu padre! —soltó su madre.

Lucía arqueó las cejas tan alto que su frente parecía un acordeón. Su madre la miraba fijamente, con los brazos cruzados. En la cocina hacía un calor asfixiante, como si el aire se hubiera vuelto pesado. Igual que su relación.

—Mi padre me dejó la mitad del piso. Ese hombre no es nada para mí —dijo Lucía con calma.
—Tienes que entenderlo —replicó Ana—. Lleva viviendo aquí diez años. También ha puesto de su parte en este piso. Ayudaba como podía.

Lucía soltó un bufido, conteniendo una risa amarga.

—¿Ayudaba? ¿Cuándo, mamá? ¿Cuando se ponía delante de los fogones a soltarme un sermón sobre cómo freírle las patatas, si ni siquiera sabe hacerse unos huevos?
—Bueno, igual no económicamente —masculló su madre—. Pero es parte de la familia. Tú misma le llamabas papá.

Lucía clavó la mirada en los imanes de la nevera. Eran viejos, con imágenes de ciudades que visitaron en los viajes familiares con su padre. En algún momento, la colección dejó de crecer. Cuando se instaló Daniel en casa, los viajes se acabaron.

—Una vez lo llamé así, para no disgustarte —susurró Lucía—. Tenía catorce años. Y luego él lo usó como bandera.

Un recuerdo no invitado apareció en su mente: Lucía llegaba a casa, quemándose de vergüenza y rabia. Todos sus amigos habían ido al cine, menos ella. Daniel había dicho que «una chica decente debe estar en casa, no callejeando».

—¿Por qué? ¡Todo el mundo va! ¡Yo también voy!
—Mira, Lucía. En mi época, los niños no discutían con sus padres. Por esas cosas nos daban con el cinturón.

No levantó la voz, pero las palabras se le clavaron en la garganta hasta la noche. Lucía no lloró entonces, pero se quedó tumbada en la cama, hundiendo la cara en la almohada, escuchando cómo refunfuñaba en la habitación de al lado.

—La has malcriado. Una princesita. Solo gastar dinero en ella, y para nada. En mis tiempos… —le decía a su madre.

Lucía apretó los puños. Aquello fue solo el principio. Luego vinieron más reproches: que iba «hecha un desastre», que «comía demasiado», que «hablaba sin venir a cuento». A veces le daba órdenes como si fuera la criada en la casa donde él mandaba.

Pero Lucía ya lo sabía: se desquitaba con ella. En el trabajo nadie le hacía caso, y él mismo ibe a desgana, chapurreando. En casa, en cambio, podía alzar la voz, golpear la mesa, hacerse el importante.

—Mamá —Lucía salió del recuerdo y volvió al presente—. Mira. La mitad del piso es mía. Por ley. ¿Lo recuerdas? Daniel no está en los papeles.
—Lucía, no lo entiendes. Si vendemos y repartimos solo entre nosotras, Daniel… lo tomará como una traición. Él casi te considera su hija.
—Ajá. Pensemos un momento. ¡Ah, ya sé! ¿Y si vendo mi parte a alguien, y ese alguien comparte cocina con el «casi papá»? ¿Eso también sería una traición?

Ana calló, respiró hondo y cerró los ojos. Le temblaban los labios. Tenía miedo de quedarse sola.

—Lleva tantos años aquí —susurró—. Ha puesto su alma. ¿De verdad no lo sientes?
—Lo siento. Siento que si no defiendo lo mío ahora, nadie lo hará. Y siento que, con esa actitud, terminaré como tú. Cargando con un hombre a mis espaldas y quejándome después.

Se fue. No soportaba más estar en aquella casa ajena, junto a su madre.

Afuera empezaba la primavera. Un autobús roncaba en la parada. Los niños comían helados. Detrás, alguien taconeaba. La vida seguía, como si en ese piso del quinto no hubiera ocurrido un pequeño terremoto.

Tras aquella conversación, Lucía no llamó a su madre en casi una semana. ¿Para qué hablar con alguien que solo repetía ecos ajenos?

Se centró en lo suyo. Contactó con un agente inmobiliario y le explicó la situación: un piso en copropiedad, quería vender su parte para comprar un estudio. O al menos una habitación, para no pagar alquiler ni vivir al lado de Ana y Daniel.

El comprador apareció rápido. Un hombre recién divorciado buscaba algo temporal. Fue educado, discreto. Incluso logró no provocar un drama en Ana, algo inaudito dada su afición al teatro.

Claro, luego su madre descargó con ella. En cuanto el comprador salió, le llovieron audios.

—Lucía… No estás vendiendo solo un piso. Estás vendiendo una familia.

Lucía escuchó sin responder, pero los mensajes seguían llegando. Hasta que empezó a sentirse una traidora. ¿Hacía lo correcto? Vivir con vecinos incómodos no era fácil. Pero ¿qué alternativa tenía? ¿Pagar alquiler eternamente teniendo un piso a medias?

Marcó el número de su padre. Se hablaban poco. Él vivía en otra ciudad, con nueva familia, pero cuando las cosas se ponían feas, ella llamaba. No para quejarse. Solo para oír a alguien cuerdo, aunque fuera un momento.

—Hola, papá. ¿Recuerdas el piso que pusiste a mi nombre?
—Claro. ¿Qué pasa?
—Mamá quiere que su nuevo marido reciba parte del dinero. Dice que «lleva diez años viviendo aquí».

El silencio al otro lado se alargó. Luego, su padre suspiró.

—Mira, no fue capricho cuando firmé lo del piso. No pagué pensión, pero pensé que te daba un empujón para empezar. Para ti, no para ella. La idea era que, al crecer, tuvieras un techo propio. Lo que pase con los demás, es cosa de tu madre.

A Lucía le sorprendió. Siempre creyó que solo le tocaba la mitad. «Bueno, da igual. Ahora hay que arreglarlo», pensó.

—¿Crees que hago bien? —preguntó con cuidado.
—Creo que eres adulta. Si quieres hacerlo, hazlo. Pero no por rencor, sino con cabeza.

Tras la llamada, se sintió más liviana. Pero entonces otro recuerdo apareció.

Estudiaba en la universidad. Ana y Daniel dijeron que no podían mantener a una «gorrona», así que tuvo que buscar trabajo. Repartía folletos. Ganaba poco, pero justo para lo básico.

Un día, tras cobrar, se compró un capricho: yogures, queso, un poco de chorizo. Lo guardó en su balda de la nevera.

Por la mañana, solo quedaba un yogur y la punta del chorizo. Daniel estaba en la cocina, comiendo patatas fritas y bebiendo leche directo de la botella.

—¿Has cogido mi comida? —preguntó Lucía en voz baja.
—¿Ahora es solo tuya? —replicó él, ofendido—. Aquí todo es común, somos familia. Cuando tengas hijos, lo entenderás. Mientras vivas bajo este techo, comparte y da las gracias.

Dejó de comprar comida extra y comía fuera siempre que podía. Pero no acabó ahí. Ana siempre pedía dinero para «gastos de casa».

—Se acabó el detergente. Hay que comprar más. A medias —anunciaba.

Aunque Lucía sabía que había. Hacía dos semanas compró una caja de oferta. Seguía en el baño, casi llena.

Ana lo hacía constantemente, pero siempre inventLucía miró las llaves en su mano, respiró hondo y sonrió al fin, sabiendo que por primera vez en años, su vida era completamente suya.

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Un nuevo refugio cálido