**Segundo Aire**
José no era precisamente un galán como Antonio Banderas. Trabajaba como ingeniero en una fábrica de maquinaria pesada. No bebía, bueno, solo en las fiestas. Tampoco fumaba. Llevaba veintidós años casado y jamás se le había pasado por la cabeza mirar a otra mujer.
Su hija se había casado y se mudó con su marido a Barcelona. Aún no les daba nietos, pero él no andaba preocupado. Los niños son responsabilidad, ruido y juguetes por el suelo. Él estaba acostumbrado a sus silenciosas tardes con el periódico y la tele. ¿Qué prisa había? Ya tendría tiempo para jugar con los nietos.
Su esposa, Carmen, era perfecta: arreglada, agradable, la casa siempre limpia y acogedora, con la cena lista cada noche. En las fiestas, nunca faltaba un pastel casero o un buen guiso. Vamos, que la vida le sonreía.
Iba camino a casa en su coche, entrecerrando los ojos por el sol poniente, imaginando ya la cena caliente y el sofá.
Entró en el piso, se quitó los zapatos en el recibidor y aguzó el oído. Lo normal era que Carmen asomara la cabeza desde la cocina diciendo que la cena estaba casi lista. Pero esa vez, no se oía nada. Una inquietud rara le atravesó el pecho. Al entrar en la sala, vio a Carmen frente al armario, sacando vestidos y tirándolos sobre el sofá, donde había una maleta abierta.
—¿Adónde vas? ¿A ver a nuestra hija en Barcelona? ¿Estará embarazada? —preguntó José.
Carmen, sin mirarle, siguió doblando la ropa y metiéndola en la maleta.
—¿Te has quedado sordo? Te lo pregunté dos veces. ¿Adónde vas? —repitió, empezando a perder la paciencia.
Ella echó un vistazo a la habitación, comprobando que no olvidara nada, y trató de cerrar la maleta, pero estaba demasiado llena. La cremallera amenazaba con romperse.
—En vez de quedarte ahí como un pasmarote, podrías ayudar —dijo, apartándose un mechón de la frente.
—¿Es mucho pedir que me digas qué estás haciendo con toda tu ropa? —José contuvo con dificultad la rabia que le subía por dentro.
—¿Qué va a ser? Me voy de aquí. Contigo —soltó ella, desafiante.
—¿Por qué? —Él arqueó una ceja, confundido.
—Porque estoy harta. ¿Me ayudas o no? —Señaló la maleta.
—¿Harta de qué? —José se acercó, aplastó la tapa con la mano y cerró la cremallera de un tirón.
—De todo. De ti, de estar siempre en la cocina, de pasarme las tardes en casa pegada al televisor.
—Podrías haberlo dicho antes. Habríamos ido al teatro, para variar —murmuró él, improvisando.
—¿Para que me diera vergüenza cuando te durmieras ahí? Un día igual al otro, y la vida se me escapa —la voz de Carmen tembló entre la rabia y algo peor: desesperación.
—Eso nos pasa a todos. Da igual si te mueves o te quedas quieto, la vida sigue —filosofó él.
—No me des lecciones. Yo quiero tener algo que recordar al final. Y dime, ¿qué voy a recordar? ¿Filetes en la sartén? ¿Fregar platos? ¿A ti con el periódico frente al televisor? —Carmen casi gritó.
—¿Crees que no tengo a nadie más que a mi hija? Me voy con alguien que me ve como mujer, como una diosa, como una reina. Alguien que me escribe poemas… —Sus ojos se perdieron en el vacío, soñadores.
—¿Y yo? —preguntó José, empezando a entenderlo todo.
—Tú sigue con tu vida, como siempre. Eso sí, ya te las apañarás para cocinar y planchar. Llevo dos meses con el pelo nuevo, cambié de look. ¿Te diste cuenta? —Carmen soltó una risa amarga, bajó la maleta al suelo, extendió el asa y la arrastró hacia la salida, dejando dos surcos en la alfombra clara.
Mientras ella se ponía el abrigo, José no apartaba la vista de aquellas marcas en el pelo de la alfombra. Le pareció que la maleta le había pasado por encima del corazón, dejándole la misma huella.
Solo cuando la puerta se cerró de golpe y oyó el clic de la cerradura, reaccionó. Entonces comprendió: su esposa se había ido.
Tenía que hacer algo. Por inercia, fue a la cocina. La tetera estaba fría. Abrió la nevera: no había mucho. Una olla con cocido, medio paquete de jamón, un par de latas, unos huevos y leche a medio terminar. La cerró. Se le quitó el hambre.
Regresó al salón y se sentó en el sofá, donde antes estuvo la maleta. Ni ganas de leer el periódico ni de ver la tele. Esas cosas solo tenían gracia cuando Carmen estaba ahí, aunque fuera cocinando, fregando o planchando en la otra punta de la habitación, echando un ojo al programa de turno. Había familia. Había calor.
Suspiró y se quedó mirando la pantalla negra del televisor, intentando asimilar lo ocurrido. Lo peor era el silencio, el vacío, como si Carmen se hubiera llevado todos los sonidos consigo. Se levantó, se puso una chaqueta, los zapatos y salió. Pero la soledad le siguió.
Al pasar junto a un bar, vio gente hablando y riendo en las mesas. Sintió la necesidad de estar entre ellos, de llenar ese hueco dentro de sí. Entró sin pensarlo. Había música suave, voces. Pidió un coñac en la barra. El dolor amainó. Pidió otro. Y otro más…
No recordaba cómo había llegado a casa. Despertó a la mañana siguiente con un dolor de cabeza horrible, vestido y tumbado sobre la colcha. Al intentar levantarse, le retumbó el cráneo y la habitación dio vueltas.
No sabía qué día era. Con dedos torpes, sacó el móvil del bolsillo. En la pantalla vio «sábado». ¡Sábado! Fue al baño y volvió a la cama.
Cuando despertó dos horas después, se sentía mejor. La ducha lo espabiló. Se vistió y salió a la calle. El sol brillaba, la gente paseaba, los coches pasaban zumbando. Se mareó al pasar frente al bar de la noche anterior. Apuró el paso hacia el paseo marítimo.
Una mujer joven se le acercó sonriendo. José miró alrededor, por si saludaba a otro, pero no había nadie más. La sonrisa era para él.
—¿También se ha escapado a disfrutar del día? Parece verano —dijo ella al llegar a su altura.
—Ajá —asintió él.
La mujer se detuvo, como esperando más.
—Mmm… Perdone, pero ¿nos conocemos? No la recuerdo. Hoy no estoy muy… —farfulló sin saber qué más decir.
—¿Le pasa algo? —ella le miró con ternura.
—Sí. Mi mujer me dejó. Por un poeta. Él le escribe versos, yo no —añadió, sin saber por qué.
—Se le ve mal. Tiene la frente sudada —le dijo con preocupación—. Venga, sentémonos un momento. —Buscó un banco libre, pero todos estaban ocupados.
—Que tu mujer te deje… ¿hay algo peor? Encima, anoche me pasé con la bebida —José hizo un gesto de impotencia—. No es lo mío, eh, solo fue… —Se pasó la mano por la frente, húmeda.
—Debería descansar, tomarDe vuelta en casa, José miró el teléfono, sonrió al ver el nombre de Luisa en la pantalla y supo que, aunque la vida a veces te quita algo, siempre te devuelve otra cosa, si sabes esperar.