Oye, te voy a contar esta historia adaptada a nuestra cultura, como si estuviéramos tomando un café.
La historia se llama *Segunda Oportunidad*.
Carmen Ruiz era una abuela como cualquier otra, con sus virtudes y sus defectos. Pero Javier la quería con locura. A su padre no lo recordaba, aunque la abuela siempre decía: «Mejor que no estuviera». Cuando Javier preguntaba más, ella le respondía: «Cuando seas mayor, lo entenderás». Y Javier crecía sin insistir, intentando descifrar las cosas por sí mismo.
A los cinco años, la abuela se lo llevó a vivir con ella, y desde entonces, su madre aparecía de vez en cuando, entre un novio y otro.
Un día, cuando su madre fue a buscarlo otra vez, la abuela lo mandó a su cuarto. Javier jugaba en silencio, escuchando la discusión en la cocina. Al principio no se oía nada, pero luego su madre empezó a gritar, y la abuela también alzó la voz.
—¿Hasta cuándo? El niño necesita una madre, no una pava pintada— decía la abuela.
—¿Y qué, me tengo que enterrar en vida? Estoy buscando un marido y un padre para él, por si no te has enterado— contestaba su madre a gritos.
—Donde tú buscas, no hay hombres decentes. Y pocos querrán a un hijo que no es suyo. Los propios los abandonan, imagínate los ajenos.
—Tú no lo entiendes… Tú…— Y su madre soltó unas palabras que Javier no conocía, pero supo que eran hirientes.
La abuela también lo entendió así y la echó de casa otra vez.
Entró en su cuarto nerviosa, le revolvió el pelo corto como un erizo y se fue, cerrando la puerta de un portazo.
Su madre desaparecía semanas enteras, luego volvía, contenta o enfadada, según cómo le hubiera ido en su búsqueda de marido.
Después de que se marchaba, su ropa y su pelo conservaban el olor de su perfume. Javier olisqueaba y recordaba.
Con los años, empezó a temer esas visitas. Después de ellas, la abuela se tomaba unas gotas para el corazón de olor fuerte, golpeaba los platos y se quejaba de que había criado a una hija sin corazón, una «malcriada» que abandonó a su único hijo. Rezongaba que ya no podía más y que la próxima vez se lo daría… Javier esperaba en su cuarto a que pasara la tormenta.
Luego, la abuela entraba con una tortilla de patatas calentita o un flan casero y le decía con ternura:
—¿Por qué tan callado? ¿Te asusté? No temas, no te voy a dejar ir. Y no te enfades conmigo.
Javier lo entendía todo y no se enfadaba. Cuando estaba triste, iba a quejarse con la abuela, y ella le consolaba. Pero ella no podía quejarse con él, un niño de ocho años. ¿Cómo iba a consolarla él? Así que escuchaba sus rezongos con paciencia y deseaba que volviera la calma a su hogar. Y al día siguiente, todo volvía a la normalidad… hasta la próxima visita de su madre.
Javier crecía, pero la abuela, para él, seguía igual. Como si el tiempo no pasara por ella. Y él pensaba que siempre sería así. Cuando estaba en el instituto, la abuela le insistía en que estudiara:
—Si no entras en la universidad, te llevarán al servicio militar, y yo ya estoy mayor, no lo aguantaré. Así que, si quieres que viva un poco más, haz el favor de sacar buenas notas.
Y Javier lo daba todo. No podía fallarle. Ella era todo lo que tenía. A su madre ya ni la recordaba. Y la motivación era fuerte: la vida de su abuela. Aprobó la selectividad y entró en la universidad. No se arriesgó, no fue a una carrera de élite, sino que escogió Historia, su pasión.
En segundo curso, se enamoró de una chica guapa y alegre, Natalia. A ella le encantaban las fiestas, algo que Javier odiaba. Pero por Natalia aguantaba las juergas estudiantiles y las salidas de copas. La abuela, por su mirada perdida, supo al instante que estaba enamorado. Suspiraba, se quedaba despierta esperándolo. Javier sentía pena y procuraba no llegar de madrugada. Pero a Natalia no le gustaba.
Una noche le puso un ultimátum: si se iba de la fiesta, lo dejaba. Javier no quería perderla, pero tampoco podía dejar sola a su abuela. «Seguro que está preocupada, sin dormir, con su presión alta», pensó. Al final, se marchó del local. Corrió todo el camino a casa, maldiciendo a su abuela: «Podría dormirse, ya soy mayor, no me pasará nada».
Entró y vio luz bajo la puerta de su habitación. «¿Por qué no duerme?», pensó, irritado. Y entonces la encontró en el suelo, con los ojos cerrados, una mano torcida bajo el cuerpo. Había un vaso roto y agua derramada.
—Abue, ¿qué te pasa?— se abalanzó hacia ella.
Abría los ojos con dificultad, intentaba hablar, pero la boca se le torció.
—No te mueras, ahora mismo llamo— sacó el móvil del bolsillo.
La ambulancia llegó rápido. El médico dijo que un poco más y hubiera sido tarde.
Javier se culpó. Por estar distraído con Natalia, no había visto que la abuela llevaba tiempo quejándose de mareos, tomando pastillas y agarrándose a los muebles para caminar. Si no hubiera ido de fiesta, quizá no habría pasado.
Se la llevaron al hospital, y por primera vez, Javier se quedó solo. Iba todos los días, llevándole caldo de pollo y zumo que preparaba Natalia. Pero ella no duró mucho; pronto volvió a sus salidas. Terminaron.
Tres semanas después, dieron de alta a la abuela. Ahora andaba con pasitos cortos, arrastrando los pies. Una mano no le respondía, y hablaba arrastrando las palabras. Pero Javier aprendió a entenderla.
Ahora tenía que hacer mil cosas: tras las clases, iba al súper, cocinaba, le daba de comer a la abuela, limpiaba… Y además, los estudios le quitaban tiempo.
Un día, vino una enfermera joven, Lucía, de trenza rubia— «Pensé que ya no existían así», pensó Javier. Venía cada día, ponía inyecciones con destreza y enseñaba ejercicios para recuperar la mano. Le regañaba si no los hacían.
—No me da tiempo. Entre el súper, cocinar, la uni… Hasta la paella me sale pegajosa— se justificaba, como un niño pillado en falta.
Lucía entró en la cocina y le enseñó a cocinar bien.
—Vaya, a ti sí que se te da bien. Yo no sé hacer nada, siempre cocinaba la abuela.
—No es difícil, ya aprenderá. Mañana vuelvo— dijo Lucía, sonrojándose ante el halago.
Poco a poco, la abuela recuperó movilidad y habla.
—¿Qué haríamos sin usted? A la abuela le encanta verla— le dijo Javier un día a Lucía.
—¿Y a usted?— preguntó ella, seria.
—A mí también— respondió él, y era verdad.
—Puedo pasar alguna tarde después del trabajo, si quiere— propuso.
—Sería genial— sonrió Javier.
Lucía no solo ayudaba con la abuela, sino que a veces cocinaba. Se volvió indispensable. La abuela caminaba mejor, aunque con bastón, y hablaba más claro.
Su madre no apareció en todo ese tiempo. Seguro que al fin encontró marido. La última vez que fue, a Javier no le gustó cómo se maquillaba para disimular las arrugas. Ahora, el olor de su perfume le molestaba. Lucía no usaba perfume.
Fue a su casa para invitarla a la boda, sencilla pero boda al fin.Pero la casa estaba vacía, y la vecina le dijo que hacía mucho que no la veía, que parecía haberse ido a ninguna parte con su último novio.