Un nuevo comienzo

**Segunda Oportunidad**

Abuela Carmen era una mujer como cualquier otra, con sus virtudes y sus defectos. Pero Juan la quería sin condiciones. No recordaba a su padre, aunque la abuela decía que mejor ni nombrarlo. Cuando él preguntaba, ella respondía con un “Cuando seas mayor, lo entenderás”. Y Juan crecía, evitando indagar más, intentando comprender el mundo por sí mismo.

A los cinco años, su abuela se lo llevó a vivir con ella. Desde entonces, su madre aparecía en su vida de forma intermitente, entre un pretendiente y otro.

Una tarde, cuando su madre llegó para llevárselo de nuevo, la abuela lo mandó a su habitación. Él jugó en silencio, escuchando a medias la discusión que estallaba en la cocina. Primero fueron murmullos, pero luego los gritos se hicieron insoportables.

—¿Hasta cuándo? El niño necesita una madre, no una pava emperifollada —espetaba la abuela.

—¿Y qué? ¿Que me entierre viva? Estoy buscando un marido, y un padre para él, por cierto —replicaba su madre, furiosa.

—Por donde tú buscas, no hay padres decentes. Y pocos hombres querrán a un niño que no es suyo. Si hasta los suyos los abandonan, imagínate.

—Tú no lo entiendes… ¡Eres una…! —Su madre soltó palabras que Juan no conocía, pero que entendió eran hirientes.

La abuela, ofendida, la echó de casa otra vez. Después entró en su habitación, tensa y con los dedos inquietos, le alborotó el pelo y se marchó, cerrando la puerta de un portazo.

Su madre desaparecía semanas, luego regresaba, contenta o enfadada, según le hubiera ido en su búsqueda de marido. Tras sus visitas, su ropa y su pelo conservaban el perfume que usaba, y Juan aspiraba ese olor, recordando.

Con los años, empezó a temer esas visitas. Después de ellas, la abuela tomaba gotas para el corazón, de olor fuerte y desagradable, golpeaba los platos mientras maldecía haber criado a una hija ingrata, que había abandonado a su único hijo. Gruñía que ya no podía más, que la próxima vez le diría que sí… Juan se refugiaba en su cuarto, esperando que pasara la tormenta.

Luego, la abuela entraba con un plato de tortitas calientes o magdalenas y le decía, suavizando la voz:

—¿Por qué tan callado? ¿Miedo? No temas, no te dejaré ir. Y no te enfades conmigo.

Juan lo entendía todo. Nunca se enfadaba. Cuando estaba triste, iba a quejarse con ella, y ella lo consolaba. Pero la abuela no podía quejarse con él, un niño de ocho años. ¿Cómo iba él a consolarla? Así que escuchaba sus quejas con paciencia, deseando que volviera la tranquilidad a su hogar. Y al día siguiente, todo seguía igual… hasta la próxima visita.

Juan crecía, pero su abuela, para él, seguía igual. Como si el tiempo no pasara por ella. Y pensaba que siempre sería así.

Cuando estaba en el instituto, ella le insistía:

—Estudia, muchacho. Si no entras en la universidad, te llevarán al servicio militar, y yo ya soy vieja, no lo soportaría. Si quieres que viva más, haz el favor de estudiar.

Y Juan se esforzaba, no podía defraudarla. Después de todo, ella era todo lo que tenía. Su madre ya ni contaba. Y la motivación era clara: la vida de su abuela. Aprobó las pruebas de acceso y entró en la universidad. No se arriesgó, eligió historia en vez de una carrera más prestigiosa. Le gustaba leer, y la historia lo apasionaba.

En segundo curso, se enamoró de una chica alegre y guapa, Natalia. A ella le encantaban las fiestas, algo que Juan odiaba. Pero por ella, iba a reuniones y discotecas. La abuela, por su mirada distraída, supo enseguida que estaba enamorado. Suspiraba, se quedaba despierta esperándolo. Él la compadecía y procuraba no llegar de madrugada. Pero a Natalia no le gustaba.

Una noche le puso un ultimátum: si se iba, lo dejaría. Juan no quería perderla, pero tampoco quería abandonar a su abuela. Al final, salió de la discoteca. Corrió hacia casa, maldiciendo mentalmente a su abuela, pensando que podía dormir, que él ya era mayor, que sabía cuidarse. Ella no usaba móvil. “Para mí es tarde para eso. ¿Para qué lo quiero?”, decía.

Al entrar, vio luz bajo la puerta de su habitación. “¿Por qué no duerme?”, pensó, molesto. Y al asomarse, la encontró en el suelo, con los ojos cerrados, una mano torcida bajo su cuerpo. Había un vaso roto y agua derramada.

—Abuela, ¿qué te pasa? —se arrodilló junto a ella.

Ella entreabrió los ojos, intentó hablar, pero su boca se torció y no obedeció.

—No te mueras, espera. —Sacó el móvil del bolsillo.

La ambulancia llegó rápido. El médico dijo que un poco más y habría sido tarde.

Juan se culpó. Por estar distraído con Natalia, no había notado que su abuela se quejaba de mareos, que tomaba pastillas, que se agarraba a los muebles para caminar. Si no hubiera salido esa noche, quizá nada habría pasado.

La llevaron al hospital. Por primera vez, Juan se quedó completamente solo. Cada día iba a visitarla, llevándole caldo de pollo y zumo que preparaba Natalia. Pero ella no aguantó mucho; pronto volvió a las discotecas. Terminaron.

Tres semanas después, la abuela volvió a casa. Ahora caminaba con pasitos cortos, temerosa de levantar los pies del suelo. Una mano no le respondía, y hablaba con dificultad. Pero Juan aprendió a entenderla.

Ahora su vida era un torbellino: clases, compras, cocinar, darle de comer a su abuela, limpiar… Todo se le caía de las manos. Y además, la universidad exigía tiempo.

Poco después, llegó una joven enfermera de trenza rubia. Pensó que ya no existían así. Venía cada día, le ponía inyecciones a la abuela con destreza, le enseñaba ejercicios para la mano. Le advirtió que la mejoría sería lenta, que no se rindieran. Y regañaba a Juan por no practicar con ella.

—No me da tiempo. Compras, cocina, estudios… Hasta para hacer la papilla me cuesta.

Lucía entró en la cocina y le enseñó cómo hacerla bien.

—Usted lo hace tan fácil. Yo no sé.

—Aprenderá, no es difícil. Mañana vuelvo —dijo ella, ruborizándose con el elogio.

Con el tiempo, la mano de la abuela mejoró, y su habla se hizo más clara.

—¿Qué haríamos sin usted? A mi abuela le encanta verla —le dijo Juan una tarde.

—¿Y a usted? —preguntó Lucía, seria.

—A mí también —contestó él, sinceramente.

—Podría pasar por aquí después del trabajo, si quiere.

—Sería estupendo —sonrió Juan.

Lucía no solo ayudaba con la abuela, sino que cocinaba para ellos. Poco a poco, se volvió imprescindible. La abuela caminaba mejor, aunque con bastón, y hablaba con más claridad.

Su madre no aparecía. Quizá por fin encontró marido. La última vez, a Juan le disgustó verla tan maquillada, ocultando sus arrugas. Su perfume le resultaba molesto ahora. Lucía no usaba perfumes.

Un día fue a buscarla para invitarla a su boda. Sencilla, pero una boda al fin. Pero no estaba en casa. La vecina dijo que hacía tiempo que no la veía, que se habíaQue se había ido a ningún lado y nunca más volvió, dejando a Juan con la certeza de que, al fin, había encontrado su propia y verdadera familia en Lucía, su hija y los recuerdos de su abuela, a quien nunca olvidaría.

Rate article
MagistrUm
Un nuevo comienzo