**Segunda Oportunidad**
—Juana, ¿te vas a casa? —preguntó su compañera Laura, impaciente, golpeando la mesa con las uñas recién pintadas.
—No, me quedaré un poco más. Mi marido vendrá a buscarme —mintió Juana sin inmutarse.
—Como quieras. Hasta mañana —dijo Laura, balanceando las caderas al salir de la oficina.
Uno a uno, los compañeros abandonaban sus puestos. Fuera, los pasillos resonaban con el taconeo apresurado. Juana tomó el móvil y suspiró. «Seguro que ya se ha tomado unas cervezas, tirado en el sofá como un saco de patatas». Marcó el número de Vicente. Tras tres tonos, escuchó el murmullo de la televisión antes de oír su voz:
—Dime.
—Vicente, está lloviendo y llevo botas de ante. Ven a recogerme.
—Juani, lo siento, no sabía que me llamarías. Ya he bebido. Coge un taxi —respondió él.
—Igual que siempre. No esperaba menos de ti. Por cierto, cuando me pediste matrimonio, juraste que me llevarías en brazos.
—Cariño, es que están echando el partido… —Los gritos de los aficionados cortaron la llamada.
Habían quedado atrás los días en que Vicente la esperaba a la salida. Entonces no tenía coche, pero aun así pasaba a buscarla. Juana apagó el ordenador, se abrigó y salió.
El silencio del edificio se quebró con sus tacones. Todos se habían ido. En la planta baja, junto al guardia, estaba el subdirector, Adrián Martínez, hablando por teléfono. Alto, con un elegante abrigo negro, parecía sacado de una película, no de una oficina cualquiera. Las compañeras murmuraban que seguía soltero.
Juana, siempre ocurrente, decía que algo tendría que estar mal en él para estar solo siendo tan guapo.
—Sale con una modelo. No recuerdo su nombre, pero sale en todas las revistas —comentó Laura, que conocía todos los chismes.
Vicente, en su juventud, tampoco era menos. Hacía treinta dominadas cada día en el parque. Pero luego… se dejó llevar, engordó y se aficionó a la cerveza. Ahora, cada noche, Juana lo encontraba en el sofá, con la tele y una lata en la mano.
Ya iba a salir cuando una voz profunda la detuvo, erizándole la piel.
—Juana, ¿tan tarde?
—Pensé que vendría mi marido, pero no pudo —respondió ella, volviéndose con una sonrisa.
Adrián guardó el móvil y se acercó.
—Yo la llevo. —Abrió la puerta, cediendo el paso.
—No, por favor, llamaré un taxi —rechazó Juana al salir.
Ante los charcos, dudó. La primavera traía lluvias y sus botas no aguantarían.
—Considere que el taxi ya está aquí. —Adrián la tomó del brazo y la guio hacia su coche. ¿Cómo negarse? Ojalá alguien la viera. No faltaban pretendientes para un hombre como él.
Desactivó la alarma y abrió la puerta del todoterreno. Juana subió ágil, soltó un «ay» coqueto y se ajustó la falda. Adrián cerró la portezuela y ocupó el asiento del conductor.
—Llevo tiempo observándola. Es firme, justa… Creo que debería dirigir el departamento de marketing.
—¿Y Claudia? —preguntó Juana, sorprendida.
—Es hora de que se jubile. Es buena, pero no sigue las innovaciones.
Juana se removió. Le daba pena Claudia, su mentora. Pero la oferta era tentadora.
—Su nieto se casa pronto. Quería ahorrar para él —dijo con tristeza.
—Eso no es su problema. Recibirá una indemnización. ¿Acepta?
Sintió su mirada sobre su perfil. Dudó un instante antes de girarse, pero él ya miraba al frente.
De pronto, notó que pasaban su calle.
—Gire a la derecha. Es esa puerta —rompió el silencio.
El coche se detuvo, pero Juana no bajó. No encontraba las palabras.
—¿Quiere comer conmigo algún día? —preguntó él con voz suave.
Su corazón latió fuerte.
—Quizá —respondió, sonriendo, y bajó ligera.
—Hasta mañana.
Su sonrisa la mareó. Mientras el coche se alejaba, saltando en los baches del patio, algo en ella cambió.
Al día siguiente, ante todos, salieron a comer juntos. Luego vinieron las noches… Y después…
Basta con decir lo obvio. ¿Qué mujer joven resistiría a un hombre así? Solo si su marido no se hubiera convertido en un mueble más del salón.
Juana flotaba, rejuvenecida, deseada. La vida ya no le parecía gris. Pero cada vez le costaba más ver a Vicente en el sofá.
Esa tarde, como siempre, estaba ante la tele. Una botella semivacía junto al sillón. Juana tuvo ganas de patearla, de descargar su rabia. Pero quién limpiaría después. Suspiró y se cambió, ignorando su mirada.
—Has cambiado. Estás… —Vicente buscó la palabra.
«Por fin se da cuenta», pensó ella con amargura.
—¿Cómo? Normal —respondió fría.
—Te ves como cuando nos conocimos. ¿Estás enamorada?
—¿Y si lo estoy? Tú solo tienes ojos para la tele.
—Te noté el peinado nuevo… —aventuró él.
—Llevo este peinado tres años. —Suspiró—. Hace siglos que no salimos. Podríamos cenar fuera. Yo también trabajo, pero no me tiro en el sofá.
—Cocinas mejor que cualquier chef —halagó él—. ¿Qué mosca te ha picado?
Juana lo miró. Ni su voz, ni sus torpes halagos, ni su aspecto le provocaban ya nada más que hastío. «¿Debería irme? Pero, ¿adónde?»
—Estás rara —le dijo Laura al día siguiente—. Brillas. ¿Te gusta Adrián? Todo el mundo habla. ¿Le has puesto los cuernos a tu marido?
—Ojalá —se encogió Juana—. Pareces él.
—Qué suerte. Marido y amante. Verónica es más joven, pero él te prefiere.
Un pinchazo de celos. Verónica era soltera, guapa… Los hombres caían.
—Dame la dirección de esa mujer que hace amarres —susurró Juana.
—¿A quién quieres enredar? ¿O eliminar a la competencia?
—A Vicente. ¿Me la das?
Laura se la pasó. Esa noche, Juana llegó a un piso oscuro, con olor a hierbas. Una mujer regordeta la escrutó.
—¿Quieres deshacerte de tu marido?
—No, solo… —y lo contó casi todo.
—Toma este frasco. Una gota diaria en su té. No más. Si abusas, le dará un infarto. O úsalo con el amante.
Juana pagó y salió aprisa. En casa, escondió el frasco tras las bolsas de té. No estaba segura de usarlo.
Entró al salón. Vicente, como siempre, ante la tele. Una botella a medio beber. Se plantó frente a él.
—¿Qué? —preguntó él, sorprendido.
—Levántate. Ayúdame a cocinar —le espetó.
—No sé, Juani.
—Pues aprende.
—¿Por qué? ¿Te vas?
—Sí —giró brusca. Él chocó con su panza. Ella puso cara de asco.
Y entonces estalló. Tal vez el frasco la influyó. O veDe repente, Vicente cayó al suelo, pálido, llevándose las manos al pecho, y Juana, olvidando su rabia, gritó aterrada pidiendo ayuda mientras comprendía que no quería perderlo, solo salvar su amor.