**El Cachorro**
Lucía y su madre vivían solas. Su padre, claro que lo tenía, pero no les hacía falta. De momento, Lucía no preguntaba por él. En el colegio a los niños les importa quién tiene los padres más guays, pero en la guarde solo piensan en los juguetes, no en si tienen padre o no.
Alba había decidido que Lucía no necesitaba saber que se había enamorado perdidamente del que sería su padre, y que, cuando le contó que estaba embarazada, él soltó que estaba casado. Problemas con la mujer, sí, pero dejarla no podía: el padre de ella era su jefe. Si se enteraban, se quedaría en pelotas, y a Alba no le haría gracia tener un hombre así. Le aconsejó «solucionar lo del niño» antes de que fuera tarde, porque de pagar nada de nada. Y si se empeñaba en seguir adelante, peor para ella…
Alba no insistió. Desapareció de su vida y crió a Lucía sola. La niña era una encanta, y con eso le bastaba.
Alba era maestra de primaria, y Lucía, con sus cinco añitos, iba a la guarde. No necesitaban a nadie más.
Después de Reyes, llegó al colegio el profe nuevo de gimnasia: alto, buen tipo, siempre sonriendo. Todas las profesoras solteras —que eran casi todas— se le lanzaron como moscas al miel. Excepto Alba, que ni lo miraba ni reía sus gracias. Quizá por eso él fijó sus ojos en ella.
Un día, al salir del cole, un todoterreno frenó delante de Alba. Bajó el profe de gimnasia y le abrió la puerta del copiloto.
—Sube —dijo con una sonrisa.
—Pero si voy cerquita… —respondió Alba, desconcertada.
—Mejor en coche que andando, aunque sea poco —argumentó él con lógica.
Alba dudó, pero al final subió. El profe cerró la puerta, arrancó y preguntó la dirección.
—No sé la mía, pero te digo la guarde —Alba bajó la mirada, avergonzada.
—¿Qué guarde? —Él la miró sin entender.
—La que va mi hija —aclaró Alba con rapidez.
—¿Tienes hija? ¿Mayor? —Por algún motivo, ya la tuteaba.
—Lucía. Tiene cinco años —respondió Alba, agarrándose al asidero—. Mejor me voy andando. Abrió la puerta.
—Espera. Vamos. Dio al contacto.
Alba cerró de golpe. Total, ¿qué mal había en que la llevara a buscar a Lucía? No iba a pasar nada entre ellos. ¿Para qué querría un hombre una mujer «con equipaje» si había tantas solteras y sin hijos?
—Bueno, si no tienes prisa… —suspiró Alba.
—Ninguna. Nadie me espera. Ni mujer, ni hijos —soltó él sin que le preguntaran.
—¿Y eso? ¿Mala leche? ¿No te aguantan las mujeres? ¿O te dejó alguna tan mal que ya no te enganchas? —preguntó Alba con sorna.
—Vaya genio… No lo esperaba. Con esa cara de ángel. De todo hubo: amor, desengaños. Pero boda, ninguna, y no siempre por mi culpa. No cuajó. Y lo del carácter… Nadie es perfecto, querida Alba Martínez. Tú tampoco eres lo que pareces.
—¿Te arrepientes de haberme parado? Ah, gira por aquí —pidió apurada.
El coche se detuvo frente a la guarde.
—Te espero —dijo el profe cuando Alba bajó.
Ella se quedó quieta junto al coche.
—No hace falta. Vivimos al lado. No quiero que Lucía haga preguntas. ¿Lo entiendes, Javier? —Alba lo miró con severidad, como a un alumno despistado—. No nos esperes. Cerró la puerta y entró en la guarde.
Se fue, y Javier Estrada se quedó un rato pensativo al volante. Luego arrancó y se marchó. Cuando Alba salió diez minutos después con Lucía de la mano, respiró aliviada… y un poco decepcionada. Todo claro. Una mujer con hija no le interesaba. «Pues mejor, porque nosotras tampoco lo necesitamos», pensó.
Pero al día siguiente, Javier volvió a estar allí.
—Sé que pensaste que huí al saber lo de tu hija. Pero no. Sube. ¿A la guarde? —preguntó como si nada.
Alba sonrió y asintió. Cuando acercó a Lucía al coche, la niña miró a Javier con la misma seriedad que su madre el día anterior, y luego levantó la vista hacia Alba, interrogante.
—Es un compañero del cole, Javier. Vamos, sube —dijo Alba con falsa alegría para disimular su incomodidad.
Lucía no saltó de emoción ni corrió hacia el coche. Con gesto serio, se sentó atrás y se quedó mirando por la ventana.
—¿Adónde vamos? —preguntó Javier, volviéndose.
—Por ahí no muy le—Pero no sin sillita, que nos multan —respondió Alba por su hija.
—Entonces al parque de bolas, que hace frío para pasear —dijo Javier con entusiasmo—. ¿Te parece, Lucía?
Lucía no contestó, absorta en su ventana, como si nada fuera más importante. Javier sonrió y arrancó.
En el cole, todos callaban cuando Alba entraba en la sala de profesores, y al aparecer Javier, salían corriendo con sonrisitas cómplices.
Él no se apresuraba, era paciente. Una noche, tras cenar en casa de Alba, se fue pronto; otra igual, pero a la tercera se quedó hasta el amanecer. Alba dormía a ratos, mirando el reloj con miedo de que Lucía la pillara en la cama con Javier.
—Tranquila, la niña es espabilada. Que se acostumbre —dijo él al amanecer, abrazándola.
Pero Alba se soltó y se levantó. Entre semana costaba sacar a Lucía de la cama, pero hoy, como era sábado, igual se despertaba pronto. Cuando Lucía entró en la cocina después de lavarse, Alba freía tortitas y Javier estaba sentado a la mesa.
—Hola —dijo Lucía, sorprendida, mirando a su madre en busca de explicaciones.
—¿Te has lavado las manos? Pues a desayunar —sonrió Alba, primero a Javier, luego a Lucía, y sirvió las tortitas.
Primero puso el plato delante de Javier, luego el de Lucía, algo que la niña notó al instante.
—Buen provecho —dijo Alba, sirviendo el café—. ¿Cuánto azúcar?
—Dos. —Javier no apartaba los ojos de Lucía—. A ver quién acaba antes las tortitas.
—¿Por qué? —preguntó Lucía con seriedad.
—Por diversión —se rio Javier, incómodo—. Los valientes aceptan retos. ¿Empezamos? —Y metió un trozo rápido en la boca, sorbiendo el café.
Lucía comió despacio, sin interés en ganar. Alba se alegró de que su hija no cayera en provocaciones, pero también le entristeció ver que Javier no le gustaba.
—Tu madre dice que pronto es tu cumple. ¿Qué quieres de regalo? ¿Una muñeca? ¿Una bici? —Javier dejó de comer, buscando otro enfoque.
—Quiero un perro —dijo Lucía.
—¿Uno de peluche? Eso es para bebés —respondió Javier, decepcionado.
—Uno de verdad —Lucía lo miró con desdén.
—Ya hablamos de eso —intervino Alba—. Necesitan cuidados, no como los gatos. Morderá cosas, hará pis… Y nosotras no estamos en casa. Cuando seas mayor…
—Entonces no quiero nada —murmuró Lucía, desilusionada.
—Acaba. Vamos al centro comercial, a ver qué te gusta —dijo Javier, comiendo el último trozo.
A finales de marzo volvió el frío. Ya no quedaba nieve, pero el viento helado sopló de nuevo.
Los tres fueron al centro. Alba buscaba ropa para Lucía, que crecía sin parar. Javier, en la sección de juguetes, mostraba opciones, pero Lucía solo brilló al ver un robot transformable.
Al salir, cargados de bolsas, una ráfaga de viento les lanzó algo pequeño y peludo a los pies.
—¡Jo…! —maldijo Javier—. Casi lo piso. ¿No lo viste?
Lucía vio un bulto sucio y tembloroso junto al zapato de Javier.
—¡Largo! —dijo él, apartando al cachorro con el pie, que aulló al golpear contra la rueda del coche.
Lucía corrió a abrazarlo y miró a Javier con odio.
—¡Eres… tonto! —gritó.
—¡Lucía! ¡Pide perdón! —ordenó Alba.
—Está sucio, puede estar enfermo —insistió Javier—. La semana que viene compramos uno sano.
Lucía apretó al perrito contra su pecho.
—Se morirá de frío. Yo limpiaré lo que haga. —Sus labios temblaban.
—Dámelo —dijo Javier, extendiendo las manos.
Lucía giró y corrió, pero un coche en marcha atrás casi la atropella. Alba gritó. Lucía cayó al suelo, sin soltar al perro, llorando.
—¡Cuidado, madre! —dijo el conductor—. Es su culpa.
—Tranquilo, no hay problema —dijo Javier, recogiendo las bolsas.
En casa, lavaron al perrito, que resultó ser blanco y esponjoso. Al día siguiente, el veterinario dijo que estaba sano.
—Lo salvaste. Será tu fiel compañero —le dijo a Lucía, dándole la mano.
Esa noche, Javier llegó con rosas.
—Alba, perdóname —dijo.
—No, Javier. Esto no va a funcionar. Vete.
—¿En serio? Pues te arrepentirás. ¿Crees que alguien querrá a una madre soltera con semejante niña? —escupió.
Alba lo empujó fuera y cerró la puerta. Dentro, Lucía jugaba con el cachorro.
—¡Mamá, me lame la mano! —sus ojos brillaban.
El perro bostezó y se durmió.
—¿Era él? —preguntó Lucía, suspicaz.
—Sí. Pero no volverá.
—Mejor. Ya tenemos a Coco —sonrió Lucía.
—¿Coco? —Alba rio.
—Porque es más dulce que el chocolate. ¿Ves? ¡Parece que sonríe!
Alba miró a su hija feliz y pensó en sí misma. ¿Cuándo llegaría su momento? Pero una cosa sabía: Javier no era. Nunca querría a Lucía como ella merecía. Y su felicidad estaba aquí, en esa sonrisa de niña con su perro.
Coco bostezó de nuevo, como diciendo: «Esta es vuestra casa, y yo os protegeré».
Y así fue. El fin.