—Mi niña, mi pobre niña… —susurró entre lágrimas Martina, abrazando a su recién nacida hija—. Ya sé el destino que la vida te ha preparado…
La pequeña buscaba con avidez el pecho de su madre, a veces frunciendo el ceño cuando las lágrimas le caían en las mejillas, pero el hambre podía más. Martina ni siquiera lo notaba, sumida en sus recuerdos, sus miedos y la maldita herencia de soledad que pesaba sobre su familia.
Entró en la habitación una enfermera de bata blanca y miró con severidad a la nueva madre.
—¿Otra vez con el drama? Vas a ahogar a la niña en lágrimas antes de tiempo. ¿Qué pasa? La pequeña está sana, tú rebosas leche, y ahí te plantas, como en un entierro. Deja de lloriquear y alégrate.
Martina se sobresaltó, como si despertara de repente. Esbozó una sonrisa, no se sabía bien si para la bebé o para la enfermera, y murmuró:
—Es que estoy contenta, de verdad… Solo temo que repita el destino de todas las mujeres de esta familia. Todas hemos tenido hijos sin hombres a nuestro lado, todas solas. Yo esperaba que, si nacía un niño, al menos él rompería este maldito ciclo… Pero otra vez niña…
—Mira, está claro que eres una buena madre —dijo la enfermera, algo más suave—, pero no le cargues a la pobrecita con maldiciones familiares. Al que a buen árbol se arrima… ¿Ya has pensado un nombre?
Martina bajó la vista:
—Mi madre y mi abuela insisten en «María». Todas en la familia somos Marías, Marujas, Mari… Pero hace poco leí que ese nombre también puede significar «la abandonada». No quiero eso. La llamaré Lola. Que sea Lolita. Quizá así su vida sea distinta…
—Pues muy bien —asintió la enfermera—. El amor empieza por el nombre, pero reside en el corazón.
Lolita creció hecha una campeona. Como decía aquella enfermera: fuerte, decidida, segura de sí misma. En el colegio, la mejor; en clase, la líder. Eso sí, su aspecto distaba mucho de lo que su abuela consideraba «una señorita para casar»: hombros anchos, caderas estrechas, andares de chico. Sus amigos eran casi todos varones, vestía tejanos y zapatillas.
—Lola, ¡que no eres un chaval! —se lamentaba la abuela Rosario—. Mira el armario, lleno de vestidos, y tú siempre en camiseta y vaqueros. ¿Dónde quedó la feminidad? ¿Dónde la melena hasta la cintura?
—¡Déjenme en paz! —contestaba Lola, apartándolas con un gesto—. Lo importante es a quién elijo yo, no quién me elige a mí.
—No te confíes demasiado, hija —susurraba Martina—, la vida no siempre sigue nuestros planes.
Y llegó el último año del instituto, y Lola se enamoró. ¿De quién? Pues del típico empollón tímido con gafas, de Pablo, el chico callado de la clase de al lado. En la fiesta del colegio, él se escondía junto a la pared, como diciendo: «aquí estoy por error». Lola se acercó, le agarró de la mano y lo sacó a bailar. No le quedó más remedio que aceptar. Desde entonces, fueron inseparables.
Al terminar el instituto, entraron juntos en la universidad, y en tercer curso, sin esperar indirectas, Lola le propuso matrimonio.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar de novios? —le dijo al pobre Pablo—. Hay que formalizar, que esto no es un cachondeo.
Pablo estaba encantado. Ya estaba acostumbrado a que Lola decidiera y él asintiera. Sus padres estaban encantados, igual que la familia de Martina. Si alguien podía romper la maldición de soledad familiar, era Lolita.
En quinto curso, nació su hijo. Lola se dedicó al bebé, y a Pablo le ofrecieron quedarse como profesor en la universidad. Todo iba sobre ruedas… hasta que Lola notó los cambios.
Su marido llegaba tarde, se volvió huraño, distante. Un día dejó de hablar por completo —ni de sus estudiantes, ni de su tesis. Todo eran excusas por el cansancio. Lola lo entendió al instante. Y decidió actuar.
La secretaria de la facultad, una vieja amiga, le susurró: Pablo tenía un lío con Irene, una estudiante sosa a la que todos llamaban «la aburrida de las gafas». Lola no se lo pensó dos veces. La esperó a la salida de la residencia, le soltó un par de bofetadas delante de todos, y la chica, con el pelo revuelto, desapareció del mapa.
La conversación con Pablo fue corta: primer ojo morado, luego el segundo.
—Yo… solo quería ayudarla… como tú me ayudaste a mí —balbuceaba él, sentado en el suelo.
—Si ayudas a otra —dijo Lola entre dientes—, te corto algo importante. Y no me arrepentiré.
Desde entonces, Pablo no se apartó ni un milímetro de la raya. No volvió a arriesgarse; sabía que con Lola no se juega. Su hija, a quien en el hospital le auguraban repetir la triste suerte de su familia, no solo rompió la cadena de soledad, sino que construyó un hogar donde ella era el centro: el pilar, la protectora y… el Amor.