**El nombre que lo cambió todo**
—Pobrecita mía…— susurró entre lágrimas Carmen, abrazando a su recién nacida. —Ya sé qué destino te espera…
La niña buscaba el pecho con avidez, frunciendo el ceño cuando las lágrimas de su madre mojaban sus mejillas, pero el hambre podía más. Carmen ni siquiera lo notaba—su alma se desgarraba entre recuerdos, miedos y la maldita herencia de soledad de su familia.
Entró una enfermera con su bata blanca y la miró con severidad.
—¿Otra vez llorando? Vas a ahogar a la niña en lágrimas. ¿Qué pasa? La pequeña está sana, tienes leche de sobra, y tú aquí, como en un funeral. Deja de lamentarte y alegra ese corazón.
Carmen se sobresaltó, como si despertara. Sonrió, sin saber bien si a la bebé o a la enfermera, y musitó:
—Estoy contenta, de verdad… Solo temo que repita la suerte de las mujeres de esta familia. Todas hemos parido solas, sin marido. Esperaba que, si era niño, al menos él rompería este círculo… Pero otra vez niña…
—Ya ves que eres buena madre—respondió la enfermera, más suave—. Pero no le cargues con maldiciones. Al hijo que le pones nombre, así le va. ¿Ya has pensado cómo llamarla?
Carmen bajó la mirada.
—Mi madre y mi abuela insisten en «María». Todas somos Marías, Marisol, Mari… Pero leí que también puede significar «amargura». No quiero eso. La llamaré Esperanza. Que sea Esperancita. Que su vida sea diferente…
—Pues bien hecho—asintió la enfermera—. La esperanza va en el nombre y en el alma.
Esperancita creció fuerte como una roble. Como dijo aquella enfermera: decidida, valiente, segura. En el colegio, la mejor; en clase, la líder. Claro, su físico no encajaba con lo que su abuela llamaba «una niña para casar»—hombros anchos, caderas estrechas, andares de chico. Solo se juntaba con niños, vestía pantalones y zapatillas.
—Esperanza, ¡que no eres un chaval!—se quejaba la abuela Petra—. Tienes vestidos que no te pones. ¿Dónde está tu feminidad? ¿Dónde esa melena que deberías tener?
—¡Dejadme en paz!—replicaba Esperanza—. Lo importante es a quién elijo yo, no quién me elige a mí.
—No te confíes demasiado, nieta—susurraba Carmen—. La vida no siempre sigue nuestros planes.
Y así, en el último año del instituto, Esperanza se enamoró. ¿De quién? De un tímido estudiante con gafas, Luis, de otra clase. En el baile escolar, él se escondía junto a la pared, como diciendo: «aquí estoy por error». Ella se acercó, le cogió la mano y lo sacó a bailar. No tuvo opción. Desde ese día, fueron inseparables.
Al terminar el instituto, entraron juntos en la universidad. En tercer año, sin esperar indirectas, Esperanza le propuso matrimonio.
—¿Cuánto vamos a estar así?—dijo—. Es hora de formalizar.
Luis estaba feliz. Ya estaba acostumbrado a que ella decidiera y él asintiera. Sus padres estaban encantados, igual que la familia de Carmen—si alguien podía romper la maldición de soledad, era Esperancita.
En quinto año, nació su hijo. Esperanza se quedó en casa, y a Luis le ofrecieron ser profesor en la universidad. Todo era perfecto… hasta que ella notó los cambios.
Su marido llegaba tarde, estaba distante, callado. Un día dejó de hablar por completo—ni de sus estudiantes, ni de su tesis. Solo decía que estaba cansado. Esperanza lo entendió. Y actuó.
Una amiga suya, secretaria de la facultad, le contó al oído: Luis tenía un lío con Clara Delgado, una estudiante pálida a la que llamaban «la sombra con gafas». Esperanza no lo pensó dos veces. La esperó cerca de la residencia y, delante de todos, le dio dos bofetadas que la dejaron sin peinado y sin ganas de aparecer por allí.
Con Luis la conversación fue corta: un ojo morado, luego otro.
—Yo… solo quería ayudarla… como tú me ayudaste a mí—balbuceó él, sentado en el suelo.
—Si vuelves a «ayudar» a alguien—respondió Esperanza, fría—, te vas a quedar sin algo importante. Y no lo dudes.
Desde entonces, Luis no se apartó ni un paso de la línea. No volvió a arriesgarse—sabía que con Esperanza no se jugaba. Aquella niña a la que en el hospital auguraban repetir la triste suerte de las mujeres de su familia, no solo rompió la cadena de soledad, sino que construyó un hogar donde ella era el centro—fuerza, protección y… Esperanza.
*Moraleja: No es el nombre lo que define el destino, sino la fuerza con la que lo llevas.*