Un Nombre que lo Cambió Todo

**El nombre que lo cambió todo**

—Cariño, mi pobre niña…— susurró Elena entre lágrimas, apretando contra su pecho a su recién nacida. —Ya sé qué destino te ha preparado la vida…

La pequeña se aferraba con hambre al pecho de su madre, a veces frunciendo el ceño cuando las lágrimas le caían en las mejillas. Pero el hambre podía más. Elena ni siquiera lo notaba, sumergida en recuerdos, miedos y la maldita herencia de soledad que pesaba sobre su familia.

Entró en la habitación una enfermera de bata blanca y la miró con severidad.

—¿Otra vez llorando? Vas a ahogar a la niña en lágrimas. ¿Qué te pasa? La pequeña está sana, tú rebosas leche y te quedas aquí como en un funeral. Basta de llorar, alégrate.

Elena reaccionó como si despertara de un sueño. Esbozó una sonrisa, sin saber bien si a su hija o a la enfermera, y murmuró con voz débil:

—Estoy contenta, de verdad… Solo temo que ella repita el destino de las mujeres de nuestra familia. Todas hemos dado a luz sin marido, todas solas. Esperaba que, si nacía un niño, al menos con él se rompería este círculo… Pero otra niña…

—Ya ves que eres una buena madre —dijo la enfermera, más suave—. No le cargues con maldiciones. Al niño que nace, buen nombre le hace. ¿Ya has pensado cómo la llamarás?

Elena bajó la mirada.

—Mi madre y mi abuela insisten en «María». Todas en la familia somos Marias, Marujas, Maritas… Pero leí que ese nombre también puede significar «la abandonada». No quiero eso. La llamaré Esperanza. Que sea Esperancita. Quizá su vida sea diferente…

—Eso está mejor —asintió la enfermera—. La esperanza va en el nombre y en el corazón.

Esperancita creció fuerte como una roble. Tal como dijo aquella enfermera, era decidida, luchadora y segura de sí misma. En el colegio, la mejor; en clase, la líder. Aunque su físico distaba mucho del ideal de su abuela para una «niña bien casadera»: hombros anchos, caderas estrechas, andar y modales de chico. Sus amigos eran casi todos varones, y solo llevaba vaqueros y zapatillas.

—Esperanza, ¡pero si no eres un chico! —se quejaba la abuela Dolores—. Tienes el armario lleno de vestidos, y tú con camisetas y tejanos. ¿Dónde está tu feminidad? ¿Dónde está tu trenza hasta la cintura?

—¡Déjenme en paz! —replicaba Esperanza—. Lo importante es a quién elijo yo, no quién me elige a mí.

—No te confíes demasiado, hija —murmuraba Elena—, la vida no siempre se ajusta a nuestros deseos.

Y así, en el último año del instituto, Esperanza se enamoró. ¿De quién? Del tímido y reservado Antoñito, el empollón de gafas de la clase de al lado. En el baile de graduación, él se escondía junto a la pared, como diciendo: «aquí no pintó nada». Ella se acercó, le cogió de la mano y lo sacó a bailar. No tuvo más remedio que aceptar. Desde entonces, fueron inseparables.

Al terminar el instituto, entraron juntos en la universidad. En tercer curso, Esperanza, sin esperar indirectas, le propuso matrimonio.

—¿Cuánto más vamos a estar saliendo? —le dijo a Antoñito—. Ya es hora de formalizar esto.

Él estaba feliz. Estaba acostumbrado a que ella decidiera y él asintiera. Sus padres se alegraron mucho, igual que la familia de Elena. Si alguien podía romper la maldición de soledad familiar, era Esperanza.

En quinto curso, nació su hijo. Ella dejó los estudios para cuidar del bebé, y a Antoñito le ofrecieron quedarse como profesor en la facultad. Todo iba perfecto… hasta que Esperanza notó los cambios.

Su marido llegaba tarde, se ponía serio, se distanciaba. Un día dejó de hablar del todo: ni de sus alumnos, ni de su tesis. Solo ponía excusas de cansancio. Ella lo entendió. Decidió actuar.

Una amiga secretaria de la facultad le contó al oído: Antoñito tenía un lío con Lourdes Parra, una estudiante sosa a la que todos llamaban «la ratona de biblioteca». Esperanza no lo dudó. La esperó frente a la residencia, le dio un par de bofetadas delante de todos, y la chica desapareció, con el pelo arrancado, de su vida.

Con Antoñito, la conversación fue breve. Primero un ojo morado, luego otro.

—Yo… solo quería ayudarla… como tú me ayudaste a mí —balbuceó él, sentado en el suelo.

—Si vuelves a ayudar a alguien —dijo Esperanza entre dientes—, te cortaré algo. Y no me arrepentiré.

Desde entonces, Antoñito no se atrevió a más. Sabía que con Esperanza no se jugaba. Aquella niña a la que en el hospital le auguraban repetir el triste destino femenino, no solo rompió la cadena de soledad, sino que construyó una familia donde ella era el centro: el sostén, la protección… y la esperanza.

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