Un niño descalzo sollozaba sin cesar, golpeando con sus pequeños puños la puerta de un automóvil. Al acercarme y asomarme al interior, un escalofrío recorrió mi espalda. Sin dudar, tomé mi teléfono y marqué el 911.
Iba camino a mi vehículo cuando lo noté. Un pequeño, sin zapatos sobre el pavimento ardiente, aporreaba con rabia la puerta de un sedán oscuro. Solitario. Ni rastro de adultos, ni voces cercanassolo sus gemidos ahogados y los golpes repetidos contra el metal.
Me detuve en seco. La imagen parecía arrancada de un mal sueño: un niño solo en el estacionamiento, ojos inflamados, manos temblorosas, rodeado de absoluta desolación. Avancé con el pecho apretado. El pequeño señaló el auto, golpeó nuevamente la puerta y rompió en llanto.
Me agaché hacia la ventana, empañada. El niño me jaló el brazo, insistiendo que mirara adentro.
Lo envolví en un abrazo, intentando calmarlo. Me acerqué al parabrisas y… lo que descubrí me heló la sangre. Actué al instante, descolgué el teléfono y llamé a emergencias.
Cuando llegó el equipo de rescate y forzamos la puerta juntos, todo cobró sentido. En el asiento del conductor yacía una mujer inconsciente. Después supimosera su madre.
Había sufrido un mareo al volante y en segundos notó que los gases del escape invadían el interior.
Con sus últimas fuerzas, logró sacar a su hijo, pero a ella la venció la debilidad. La puerta se cerró de golpe, dejándola atrapada mientras el niño quedaba afuera, impotente.
La trasladaron de inmediato al hospital. Los médicos batallaron horas por estabilizarla, y afortunadamente, sobrevivió.
El pequeño también recibió atención: más allá del shock severo, solo presentaba heridas leves en los pies por el suelo abrasador.
Permaneciendo a su lado, no podía evitar imaginar lo frágil que fue todo. Un segundo de diferencia, y el desenlace habría sido otro.
