La mañana amaneció en un silencio sepulcral. El portal respiraba ese aire enrarecido de siempre—una mezcla de pienso para gatos, plástico viejo y algo dulzón y pegajoso, que recordaba vagamente a la cáscara de una mandarina pasada o a un perfume barato. Lucía apoyó la frente en el marco frío de la puerta y se quedó quieta, escuchando cómo en el piso de al lado volvían a cerrar de golpe el balcón. Era la tercera vez en la semana. Un ruido seco, nervioso—no era solo la corriente. Sonaba como un grito, un eco de alguna pelea ajena, como si la pared entre sus vidas se hubiera vuelto demasiado fina.
Lucía se sonó la nariz. No por el frío, sino por el cansancio crónico. Se calzó sus zapatillas grises, ya desgastadas por los talones—su “armadura cotidiana”. Con ellas era casi invisible, pero entera. Aunque por dentro todo se desmoronaba desde hacía tiempo.
El vecino del cuarto, aquel con bigote del color del polvo de ladrillo y un chándal azul siempre igual, pasó a su lado como una sombra. Una vez la había parado en el rellano con un: «Qué aburrido debe ser estar sola, ¿no?» Desde entonces, su voz le raspaba el alma—como un clavo oxidado bajo la uña.
El autobús llegó tarde, como siempre. Dentro olía a abrigos mojados, cerveza y una desesperación ácida. Lucía se aferró a la barra hasta que los nudillos se le pusieron blancos, mirando por el cristal empañado. Su reflejo—una cara pálida, una ojera marcada, un abrigo gris que se le caía de un hombro. Como si todo en ella estuviera fuera de lugar. Su madre le habría dicho: «Pareces una sombra». Pero su madre no sabía lo que era vivir así, con días que no terminaban, sino que se fundían en una masa gris y pegajosa, sin principio ni fin.
La oficina estaba vacía. Casi todos teletrabajaban. Solo quedaban los como ella—aquellos para quienes su casa era peor que ese pasillo muerto. Allí, al menos, no había reproches, ni platos estrellados contra la pared, ni miradas que taladraban. Era seguro. Frío. Vacío. Pero seguro.
A la una salió al patio del edificio. No fumaba, solo se quedaba de pie. El vigilante pasó de largo, como siempre, fingiendo no verla. El móvil vibró en el bolsillo. Su madre.
—Mamá, estoy trabajando.
—Otra vez sola. ¿No sales a ningún sitio? Aunque sea a dar un paseo.
—Tengo cosas que hacer.
—Lucía, esto no es vivir. Solo existes. Con treinta y dos años…
—Adiós, mamá.
Colgó. Sin rabia. Simplemente no tenía fuerzas para más excusas.
De vuelta, entró en una tienda. Compró queso tierno, panecillos y té de menta. En la caja, un hombre mayor le sonrió y, en silencio, la dejó pasar delante.
—Gracias—dijo ella. Y se sorprendió de lo tranquila que sonó su voz.
En casa ya estaba oscuro, aunque no era noche cerrada. Lucía encendió no la lámpara, sino las luces de Navidad—las mismas que colgaron aquel año, cuando todo parecía diferente. Sencillo. Alegre. Cálido. Se reían, comían torrijas pasadas, escuchaban música desde el móvil. Ahora estaba sola.
Se sentó en el suelo, apoyada contra la pared. La nevera hizo un clic, como recordándole que la casa seguía viva. No se asustó. Solo respiró hondo. Los ruidos ya no eran enemigos. Eran testigos.
Cogió el móvil. Abrió la carpeta de grabaciones. “Voz”. Quince archivos. Él decía: «Estoy contigo, eres la única», «Lo conseguiremos», «Eres especial». Y el último…—fragmentos, gritos, maldiciones, un golpe sordo—¿una puerta? ¿un puño? ¿su corazón?
Lucía pulsó “eliminar”. Y la mano no le tembló.
Se levantó. Abrió la ventana. Respiró el aire—sucio, otoñal, real. En el balcón de al lado volvió a sonar el portazo. Sonrió.
—Que sea—susurró.
Hervió agua para el té, colocó los panecillos en un plato blanco. Se sentó a la mesa. Encendió el portátil. Abrió una página en blanco y escribió la primera frase:
**«Aquel día no temí a la soledad—por primera vez sentí que vivía».**
Y eso bastó para que el mundo, tan roto y torcido, dejara de parecerle hostil. Porque ahora era suyo. No feliz, no perfecto. Pero suyo.
**Lección aprendida:** A veces, el miedo no es estar solo, sino no reconocer que la libertad también habita en la soledad.