**EL MILLONARIO RETÓ A SU HIJO A ELEGIR UNA MADRE ENTRE LAS MODELOS, PERO ÉL ESCOGIÓ A LA LIMPIADORA**
El señor adinerado pensó que sería divertido. Le pidió a su hijo que eligiera una nueva madre entre las modelos de la fiesta. Pero cuando el niño señaló a la joven empleada de limpieza en un rincón del salón, todos contuvieron la respiración.
El lugar estaba iluminado con luces tenues, música suave y risas forzadas. Todos vestían de gala, trajes impecables y vestidos que brillaban como joyas. Era una de esas noches en las que los ricos fingían ser importantes entre copas, rostros vacíos y conversaciones banales.
En medio de todo, Isidro Mendoza se movía como pez en el agua. Con su sonrisa serena, su barba bien recortada y su traje negro sin una arruga, parecía tenerlo todo bajo control. Nadie imaginaba el dolor que cargaba desde que su esposa falleció. Pero esa noche no era para lamentos. Era una gala benéfica que él mismo había organizado, con orquesta en vivo, supuestamente para ayudar a niños con enfermedades raras, aunque en realidad todos sabían que era solo otra excusa para que los empresarios posaran como filántropos.
Isidro, millonario desde los treinta por herencia y negocios astutos, ya estaba acostumbrado a esos eventos, aunque desde la muerte de su esposa, nada lo entusiasmaba. Había llevado a su hijo Andrés, un niño de seis años con mirada seria y ojos grandes. Muchos decían que era el vivo retrato de su madre. Aunque apenas hablaba con los adultos, el niño no se separaba de su padre. Esa noche lo tenía sentado en sus piernas, aburrido, mientras el maestro de ceremonias agradecía interminablemente las donaciones.
Para matar el tiempo, Isidro decidió hacer una broma sin importancia. Se inclinó hacia su hijo y, en voz baja, le preguntó: *«A ver, Andrés, ¿cuál de todas estas señoras te gustaría que fuera tu nueva mamá?»*
El niño lo miró confundido. Isidro soltó una risita, mitad en broma, mitad retándose a sí mismo por decir algo que no se atrevía a pensar en serio. Frente a ellos desfilaban modelos contratadas para servir vino, posar para fotos y lucir sus pasos elegantes.
Había rubias de revista, morenas de mirada intensa y mujeres con vestidos tan ajustados que parecía que no podían respirar. La mayoría de los invitados las miraban con disimulo, otros ni siquiera se molestaban en ocultarlo.
Isidro esperaba que el niño señalara a alguna por juego, pero lo que ocurrió lo dejó sin palabras. Andrés no miró a ninguna de las modelos. En cambio, extendió su pequeño dedo hacia un rincón del salón, donde una joven mujer se agachaba, limpiando el suelo con un trapo.
Era una empleada del lugar, parte del personal de limpieza. Vestía un uniforme gris claro, el cabello recogido y sin maquillaje.
Isidro frunció el ceño y miró a su hijo. *«¿Ella?»*, preguntó, sorprendido.
El niño asintió sin apartar la vista de ella.
*«¿Por qué?»*, insistió Isidro, tratando de entender.
*«Porque se parece a mamá»*, respondió Andrés, con voz suave pero firme.
Un silencio extraño llenó la mente de Isidro. No supo qué decir. Por instinto, volvió a mirar a la mujer, que seguía arrodillada, frotando una mancha en el mármol blanco, ajena a que alguien la observaba.
Era delgada, de piel clara, con una expresión seria pero tranquila. Había algo en su mirada que le resultaba familiar, aunque el parecido con su esposa no era exacto. Tal vez era la forma en que se concentraba en su trabajo, la manera en que ignoraba el lujo a su alrededor.
Isidro se quedó callado. No era una situación de la que pudiera reírse y seguir adelante. Por primera vez en mucho tiempo, algo le removió el pecho. No era amor, ni deseo, sino curiosidad, una mezcla de incomodidad e intriga.
El resto de la noche transcurrió, pero él ya no era el mismo. Cada vez que miraba hacia ese rincón, la veía allí, cumpliendo su labor sin mirar a nadie. Mientras las modelos posaban y las esposas de los empresarios hablaban de sus viajes, ella seguía limpiando, invisible para todos excepto para un niño de seis años y un hombre que había enterrado a su esposa dos años atrás.
Más tarde, cuando el evento terminó, Isidro no pudo evitar preguntar por ella. No quería parecer extraño, así que envió a su asistente de confianza, Carlos, un hombre discreto que sabía cuándo preguntar y cuándo callar. Le pidió que averiguara quién era, cómo se llamaba y si trabajaba siempre en ese lugar. Carlos alzó una ceja pero no dijo nada. Asintió y se fue a investigar.
Esa noche, al regresar a casa, Andrés se durmió en el coche. Isidro lo cargó en brazos y lo llevó a su cama. Después, se quedó mirando una foto antigua en la sala: su esposa, Beatriz, sonriendo con Andrés en brazos. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la vio. A veces soñaba con ella, otras veces evitaba hacerlo, pero esa noche no pudo evitar recordar sus ojos.
Al día siguiente, Carlos llegó con la información. La joven se llamaba Lucía Navarro. Tenía veintinueve años. Vivía en un barrio humilde al este de la ciudad y trabajaba en dos empleos: limpiaba en el salón de eventos por las noches y en una oficina por las mañanas. Todo lo hacía para mantener a su madre, enferma desde hacía años.
Isidro se quedó pensativo. No dijo nada más, solo pidió el contacto del salón donde trabajaba. Carlos volvió a alzar la ceja, pero no preguntó. Ya sabía que cuando Isidro tenía algo en mente, era mejor no cuestionarlo.
Esa noche, mientras el mundo se perdía en series o cenas caras, Isidro se quedó solo en su despacho, con un vaso de whisky en la mano, mirando por la ventana y pensando en Lucía. No de manera romántica, ni con intención clara, solo preguntándose por qué, entre tantas mujeres con vestidos brillantes y sonrisas falsas, su hijo había elegido precisamente a ella, la única que no buscaba llamar la atención.
Y lo más curioso era que, por primera vez en mucho tiempo, él también quería saber más.
No solía hacer estas cosas. No era de obsesionarse con alguien sin conocerla. Desde la muerte de Beatriz, su vida había sido trabajo, números, reuniones, silencio. Mucho silencio. Pero desde aquella noche en la gala, algo se le había quedado grabado. No sabía si era la mirada de Lucía, la forma en que su hijo la señaló sin dudar, o lo mucho que le recordaba a alguien que ya no estaba. Pero la imagen de esa mujer limpiando el suelo lo seguía como una sombra.
Al lunes siguiente, mientras su chófer lo llevaba a una reunión, Isidro iba en el asiento trasero, distraído. Carlos, su asistente, lo miró de reojo. Sabía perfectamente en qué pensaba, porque el día anterior, sin que se lo pidieran, ya había investigado todo lo posible sobre Lucía.
Lucía Navarro, nacida en Vallecas, hija única. Su padre había muerto cuando ella tenía trece años, y desde entonces su madre se había hecho cargo de todo hasta que enfermó. Desde entonces, Lucía trabajaba día y noche para pagar medicinas, comida, alquiler y todo lo que una vida así exige.
Carlos le mostró una foto que encontró en redes sociales. Era vieja, mal encuadrada, pero se veía su rostro. Isidro la miró unos segundos, asintió en silencio y luego preguntó dónde trabajaba durante el