Llevaban ya tres horas discutiendo. Daniel se inclinaba por el divorcio, y tenía motivos de sobra. Aunque se casaron once años atrás, nunca tuvieron hijos. Pero ahora, el divorcio parecía inevitable. Daniel sabía que no había vuelta atrás.
Lucía anhelaba ser madre, pero no lo conseguía. Cada vez que abría lentamente el puño y miraba la ventanita en el test de blanco puro, su esperanza se mezclaba con desesperación. Su médico le decía:
—Hay que creer hasta el final.
Pero ella ya no creía.
Después de siete años de matrimonio, las peleas entre Lucía y Daniel se volvieron constantes. Cualquier excusa servía para una discusión. Al final, soltaban toda la rabia acumulada y luego callaban por horas.
El divorcio era inminente.
Últimamente, apenas hablaban, evitaban mirarse y caminaban en silencio por el piso. Fue entonces cuando a Lucía se le ocurrió la idea de engañar a su marido.
—Estoy harta, Ana —se quejaba con su amiga—. No soporto verlo, parece deprimido. Siempre callado, pegado al portátil. ¿Qué clase de vida es esta?
—Lucía, en tu lugar, buscaría a otro en secreto. Quizás hasta te quedes embarazada si cambias de hombre —le aconsejaba Ana.
—¿En serio pasa eso? —preguntó Lucía, sorprendida.
—¿Quién sabe? Podría ser —respondió Ana sin preocuparse. A ella qué más le daba; tenía a su hija, aunque ya se había divorciado.
Lucía calló, pero la idea empezó a carcomerla por dentro.
—¿Y por qué no? Con Dani solo hay peleas. Si le hablo ahora del divorcio, seguro dice que sí.
—Bueno, pues esta noche vamos a un café. Yo quedo con Adrián, y él traerá a un amigo. Así os conocéis. Hay que ponerle color a tu vida gris.
Ese color llegó con Javier. Lucía pensó que no sería capaz de engañar a Daniel, aunque estuviera enfadada con él. Pero resultó ser más fácil de lo que creía. Todo empezó sin que se diera cuenta, y de pronto, su vida brilló de nuevo.
Llegaba tarde a casa, y una noche, Daniel no aguantó más.
—Lucía, me voy. Divorciémonos como adultos. No hay nada que repartir, no tenemos hijos, el piso es tuyo —dijo con firmeza. Ella entendió que llevaba tiempo pensándolo.
La verdad era que Daniel también le convenía económicamente. Ganaba bien. Javier, en cambio, dependía cada vez más de ella, prometiendo que pronto tendría dinero. Era encantador, pero un maestro en mentiras, sobre todo con mujeres que le creían.
—Espera, Dani, hablemos —insistió ella, sin querer realmente el divorcio.
—No, Lucía. El engaño no lo perdono.
—¿Engaño? ¿De qué hablas? —fingió inocencia, segura de que él solo vivía encerrado en su trabajo de programador.
No sabía que su amigo Pablo le había contado todo. La había visto varias veces en el café con otro, comportándose de manera obvia. Además, ¿cómo no notarlo si llegaba a casa tan tarde?
—Lucía, no hagas escenas. Sé lo que hiciste. Me voy, presentaré el divorcio. Vive como quieras. Ana te ayudará a no aburrirte —dijo él, mientras ella lo miraba asombrada.
—Ya está. Me voy. —Tomó la maleta que había preparado durante sus ausencias, dejó las llaves en la mesita y salió.
Metió las cosas en el maletero y arrancó el coche.
**Hacia el pueblo, con un acompañante**
—No funcionó. Cosas que pasan. Lo superaré. Ya estaba harto —pensó Daniel mientras conducía—. Iré al pueblo, arreglaré la casa. Menos mal que no la vendí. Como si lo hubiera sentido, que la necesitaría. Mis padres se fueron demasiado pronto… La pondré en orden. Iré a pescar, recoger setas, quizás hasta compre gallinas. Tengo treinta y tres, la mejor edad. La de Cristo —sonrió—. En fin, ya veremos. Por suerte trabajo a distancia.
El viaje era largo, unas dos horas. De pronto, sintió hambre. Tomó un desvío hacia un pueblo pequeño y se detuvo frente a una tienda.
Al salir del coche, vio dos gatos mirándolo fijamente.
—Hambrientos, ¿eh? —dijo.
Dentro, eligió unos deliciosos empanadillas calientes, salchichas y un zumo. Al salir, partió las salchichas para los gatos. Mientras comía, notó un pequeño gatito apartado, sin acercarse.
—¿Tiene miedo? —pensó Daniel—. Es muy pequeño.
El gatito gris con rayas y ojos verdes estaba quieto, cabizbajo. Hambriento y flaco, aunque el pelaje lo disimulaba. Al acercarse, Daniel descubrió que le habían atado las patas traseras con hilo de pescar.
—¡Qué barbaridad! —exclamó, liberándolo y llevándoselo al coche.
El gatito comió un trozo de empanadilla y se durmió en el asiento. Daniel arrancó el coche.
—Bueno, Pirulí, ahora viviremos juntos. ¿Quién haría algo así? —murmuró—. Menos mal que te encontré. Estás solo, yo estoy solo… pero ahora somos dos.
En el fondo, Daniel creía que Pirulí le traería suerte. Al llegar al pueblo, lo dejó entrar primero.
—Adelante, Pirulí. Esta casa es tuya —sonrió.
**La compañera de clase**
Un año después, Pirulí era un gato hermoso que seguía a Daniel a todas partes. La casa y el jardín estaban impecables, con gallinas, huerto y flores.
Una mañana de invierno, Daniel esquiaba por el bosque cuando vio a alguien con un gorro verde acercándose.
—¡Sara! ¡Eres tú! —exclamó al reconocer a su excompañera.
—¡Daniel! Te reconocí al instante.
—¿Qué haces aquí? ¿Tus padres siguen en el pueblo? —preguntó él, sintiendo nostalgia de su época escolar.
—Llegué hace una semana. Mi madre está muy enferma —respondió Sara, seria—. Soy su única hija, así que dejé la ciudad. Negocié trabajar desde aquí. Un vecino me dijo que había una ruta de esquí… y ya sabes que siempre me gustó.
—Yo vivo aquí desde hace un año. Con Pirulí.
—¿Tu hijo? ¿Y tu esposa?
—Es mi gato. No tengo hijos, ni esposa. Me divorcié —explicó, notando su interés.
—¿Y tú? ¿Casada?
—No. Lo intenté una vez, pero no funcionó. Ahora pinto. Tengo muchas ideas… el campo inspira.
—Bueno, sigo esquiando. ¿Vienes a casa esta noche? Tomaremos té con Pirulí.
—¡Claro! Llevaré fotos del instituto.
Daniel esquiaba con el corazón contento. En el colegio, Sara le gustaba, pero otro se le adelantó. Esa noche, bebieron té, rieron con las fotos y recordaron viejos tiempos. Pirulí los miraba curioso.
—Tu casa es muy acogedora. ¿Hiciste tú la reforma?
—Sí.
—Necesitas un cuadro aquí. Te regalaré uno.
Al día siguiente, Daniel visitó a Sara y a su madre. A partir de entonces, se vieron seguido: esquiaban, iban al supermercado, compraban comida para Pirulí y medicinas para su madre.
Cuatro meses después, la madre de Sara falleció. Daniel la ayudó con todo.
—Lo superarás, Sara. Yo hablo con mis padres a veces. No podemos traerlos de vuelta —le dijo—. Si te quedas, te ayudaré.
—No me iré