**Diario Personal**
Hoy regresé a casa sin avisar. No soportaba más la frialdad de los despachos, los números en la pantalla, las llamadas interminables. Necesitaba sentir algo real, algo que me recordara por qué sigo aquí. Me llamo Javier Hidalgo, tengo 37 años, soy de Madrid, y aunque mi nombre aparece en revistas de negocios, hoy solo quería ser el padre de Mateo, mi niño de ocho meses.
Los tacones de mis zapatos resonaron en el mármol del recibidor. La casa estaba en silencio, como siempre, pero esta vez no buscaba imponer mi presencia. Quería ver la vida cotidiana, la que se esconde cuando llego con mi equipo detrás. Giré hacia la cocina y ahí, bajo la luz del sol de mediodía, encontré algo que no esperaba.
Claudia, la nueva empleada, estaba bañando a Mateo en el fregadero. Su uniforme azul claro tenía las mangas remangadas, el pelo recogido en un moño imperfecto pero dulce. Mateo reía, sus manitas chapoteando en el agua tibia mientras Claudia le cantaba una canción de cuna que conocía demasiado bien. Era la misma que mi mujer, Laura, le cantaba antes de que el cáncer se la llevara.
Sentí un golpe en el pecho. ¿Quién era esta mujer para tocar a mi hijo? ¿Para cantarle *esa* canción? Iba a gritarle, pero algo me detuvo. La manera en que sostenía a Mateo, con una ternura que no se finge. La toalla suave, el beso en su frente mojada No era un baño cualquiera. Era amor.
¿Qué estás haciendo? dije, y mi voz sonó dura, como si aún llevara puesta la corbata de la oficina.
Claudia se giró, pálida.
Señor Hidalgo Anoche tuvo fiebre. Rosalía no estaba y no quise molestarlo. Recordé que un baño lo calmaba
Fiebre. Mi hijo había estado enfermo y yo no lo sabía. Miré a Mateo, tranquilo en sus brazos, y sentí rabia. Rabia contra mí mismo.
Eres la empleada. Limpias, ordenas. No vuelvas a tocarlo le espeté, aunque cada palabra me quemaba.
Ella asintió, con los ojos brillantes, y se marchó en silencio. Pero horas después, cuando Mateo volvió a llorar con esa fiebre que no cedía, fue Claudia quien corrió hacia él sin pensarlo. Sus manos, firmes y seguras, le bajaron la temperatura con paños húmedos y electrolitos. El médico luego confirmó que, sin su intervención, Mateo podría haber tenido una convulsión.
Esa noche, en la habitación de mi hijo, me encontré frente a Claudia, sin saber qué decir.
No te vayas murmuré, y esta vez no hubo autoridad en mi voz, solo vergüenza.
Perdóname. Te juzgué sin conocerte.
Ella me miró, con esa mezcla de dolor y fuerza que solo tienen quienes han perdido mucho.
Yo cuidé a mi hermano confesó. Hasta el último día.
Algo se quebró dentro de mí. Le ofrecí algo más que un sueldo: la oportunidad de terminar sus estudios de enfermería, de ser la cuidadora principal de Mateo. Y cuando asintió, llorando, supe que esta casa ya no sería la misma.
Los meses pasaron. Claudia no solo cuidó a Mateo, sino que me enseñó a hacerlo. Aprendí a sentarme en el suelo con él, a escuchar sus risas, a pedir perdón cuando me equivocaba. Y entre pañales y noches en vela, algo más creció entre nosotros. Algo silencioso, como la luz del alba.
Pero eso eso ya es otra historia.