La nieve caía espesa y silenciosa, ignorada por una ciudad que latía bajo estrellas artificiales. Las luces titilaban como si alguien hubiera agitado una bola de cristal, pero el mundo giraba demasiado rápido para fijarse en las sombras que se escondían en el frío.
Al borde de un parque en silencio, al lado de un banco cubierto de blanco, algo se movió.
Dentro de un reluciente Mercedes negro estacionado en la acera, Alejandro Carrasco golpeaba impaciente el volante con los dedos. Su chófer había salido a limpiar el parabrisas, y Alejandro acababa de terminar una acalorada llamada con un miembro del consejo. Su abrigo de cachemira seguía impecable, y su reloj de oro brillaba bajo la luz del salpicadero.
Alejandro Carrasco era el tipo de hombre que medía la vida en márgenes de beneficio y puntualidad. Director ejecutivo de Inversiones Carrasco Global, llevaba dos décadas construyendo un imperio y no tenía tiempo para desvíos. Menos aún esa noche. Una tormenta de nieve azotaba la ciudad, y necesitaba llegar a su ático para preparar la fusión de alto riesgo del día siguiente.
Pero entonces lo vio.
Justo más allá de los árboles del parque, una pequeña figura avanzaba tambaleándose, abrazando algo con fuerza.
A primera vista, Alejandro supuso que sería un niño perdido—seguramente sin hogar, buscando refugio. El abrigo del niño le quedaba pequeño, sus zapatos estaban empapados y rotos, y su aliento formaba rápidas nubecillas. Pero no fue el estado del niño lo que llamó su atención, sino lo que llevaba en brazos.
Curioso a pesar de sí mismo, Alejandro bajó la ventanilla. Un remolino de nieve entró con el aire helado.
—¡Eh! —llamó, sin aspereza—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
El niño se paralizó. Por un instante, pareció que iba a salir corriendo. Pero entonces sus ojos se encontraron con los de Alejandro, y apretó más fuerte aquel bulto entre sus brazos.
—Por favor —dijo con voz ronca—. Ella tiene frío. Necesito ayuda.
—¿Ella? —preguntó Alejandro, bajando del coche pese a las protestas de su chófer.
El niño apartó un poco la esquina de la manta raída que envolvía al pequeño bulto… y a Alejandro se le cortó la respiración.
Dentro había una bebé de apenas unos meses. Sus mejillas estaban rojas de frío, sus diminutos dedos apretados en puños. Un gorro rosa deshilachado le tapaba un ojo, y sus labios temblaban con cada escalofrío.
Alejandro, mudo por la sorpresa, sintió algo inusual en el pecho.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Es mi hermana —respondió el niño, levantando la barbilla—. Nuestra madre… se puso muy enferma. Antes de irse, me dijo que la protegiera. Yo… probé en los albergues, pero estaban llenos. Y hace mucho frío. No sabía adónde más ir.
A Alejandro se le cerró la garganta.
—¿Cuántos años tienes?
—Once. Me llamo Leo.
El chófer se acercó, preocupado.
—Señor…
Alejandro no lo dudó.
—Pon la calefacción. Nos los llevamos a los dos.
Dentro del coche cálido, la bebé comenzó a moverse. Leo la meció suavemente, susurrándole palabras tranquilizadoras. Alejandro los observaba, más conmovido de lo que quería admitir.
Sacó el teléfono.
—Llama a mi médico. Que esté en mi casa en veinte minutos.
—Sí, señor Carrasco.
—Y llama a la señora Martínez. Que prepare las habitaciones. Leche en polvo, ropa de niño, mantas. Todo.
El chófer parpadeó.
—Señor… ¿se quedan con nosotros?
—Hasta que descubramos qué hacer.
De vuelta en el ático, el mundo de Alejandro—un espacio de cristal, cuero y eficiencia—se suavizó de pronto con el sonido del llanto de una bebé y los pasos cautelosos de Leo.
La señora Martínez, su ama de llaves desde hacía diez años, entró con toallas calientes y chocolate caliente. Le sonrió a Leo y ayudó a acostar a la pequeña, ahora llamada Lucia, en una cuna prestada por los vecinos.
—Es preciosa —susurró, arropándola con cuidado.
Leo se sentó rígido en una silla, inseguro de si pertenecía a aquel lugar.
Alejandro se quedó junto a la chimenea, observando las llamas, con mil preguntas en la mente.
—Leo —dijo por fin, girándose—. Hiciste lo correcto esta noche.
—No sabía adónde más ir —murmuró Leo—. Recordé tu cara en una valla publicitaria. Decía que Carrasco construye futuros. Pensé que quizás… tú podrías ayudar al suyo.
Alejandro sintió que algo se rompía dentro de él. Un eslogan de una campaña publicitaria—algo en lo que apenas había pensado—era la razón por la que este niño había caminado bajo la tormenta para encontrarlo.
—Ya no estás solo —dijo—. Os quedáis aquí esta noche. Mañana… resolvemos el resto.
A la mañana siguiente, la tormenta había pasado, y la ciudad amanecía blanca y en silencio. Pero dentro del ático, el calor había regresado.
Alejandro hizo llamadas. Muchas llamadas.
Una trabajadora social acudió para evaluar la situación. Escuchó mientras Leo explicaba que su madre había fallecido hacía dos semanas. Habían estado viviendo en un edificio abandonado. Había usado el poco dinero que tenían para comprar leche y pañales, buscando el resto en contenedores.
—Ella me hizo prometerlo —susurró Leo, conteniendo las lágrimas—. Me dijo: “Eres su hermano mayor ahora. Protégela. No dejes que la separen de ti”.
La trabajadora social miró a Alejandro.
—El sistema de acogida está saturado. Los hermanos suelen separarse.
Alejandro habló sin dudar.
—Se quedan aquí. Conmigo.
La mujer arqueó una ceja.
—¿Quiere ser su tutor legal?
—Quiero ser su hogar.
En las semanas siguientes, la vida de Alejandro Carrasco se transformó.
Reuniones canceladas. Cenas aplazadas. La fusión, pospuesta.
En lugar de informes financieros, su escritorio tenía biberones y peluches. Su sala de juntas ahora incluía un parque infantil en un rincón.
Y poco a poco, el hombre conocido por su precisión implacable se convirtió en algo completamente distinto.
Aprendió a sostener a Lucía sin miedo. Escuchó a Leo hablar de ciencia, cómics y lo mucho que echaba de menos a su madre. Contrató profesores, terapeutas y cocineras… pero también hizo tiempo para sentarse con los niños cada noche, leerles cuentos y, simplemente, estar presente.
La señora Martínez los observaba desde la cocina, a veces con lágrimas en los ojos.
Una tarde de nieve, Leo se acercó a Alejandro con una caja de zapatos desgastada.
—Esto era de mamá —dijo—. Guardaba cosas aquí. Quiero que lo tengas.
Dentro había fotos arrugadas, una pulsera de bebé, un certificado de nacimiento.
Y una carta.
“Leo, si me pasa algo, cuida de Lucía. Busca al hombre de la valla publicitaria. Lo vi una vez en el albergue, repartiendo abrigos a los niños. Creo que tiene buen corazón. Se llama Carrasco. Confía en él.”
Alejandro se reclinó en el sillón, con la carta temblando entre sus manos.
Recordaba aquel día. Había visitado un albergue infantil con donaciones de invierno, un gesto queY al mirar a Leo y Lucía jugando juntos en el salón, supo que aquella casualidad había sido, sin duda, el mejor negocio de su vida.