MI ESPOSO, MÁS VALIOSO QUE LOS AGRIOS RESENTIMIENTOS
Íñigo, esta ha sido la gota que colma el vaso. Se acabó. Nos separamos. No te molestes en hincarte de rodillas como te gusta hacer; esta vez no va a funcionar anuncié el fin de nuestro matrimonio con una decisión férrea.
Íñigo, por supuesto, no me creyó. Él estaba convencido de que todo terminaría como siempre: me lloraría, me prometería que cambiaría, me compraría otro anillo y, al final, yo acabaría perdonando. Así fue en más de una ocasión. Pero esta vez, decidí romper los lazos matrimoniales de una vez por todas. Tenía los dedos, hasta el meñique, llenos de anillos, pero en mi vida ya no quedaba alegría. Íñigo bebía sin remedio.
Y pensar que todo empezó de la forma más romántica.
Mi primer marido, Eugenio, desapareció sin dejar rastro. Fue en aquellos turbulentos años noventa. Vivir era una apuesta entonces; la inseguridad reinaba en cada esquina. Eugenio no era una persona fácil. Siempre estaba metiéndose en líos, buscando bronca. Como decía mi abuela: “ojos de águila y alas de mosquito”. Si algo no le gustaba, se organizaba el sarao. Por eso estoy convencida de que Eugenio fue víctima de algún ajuste de cuentas. Jamás tuve noticias suyas. Me quedé sola con dos hijas pequeñas. Elisa tenía cinco años y Rosario solo dos.
Pasaron cinco años tras aquella desaparición envuelta en misterio. Llevaba tan adentro la pena que creía que enloquecería. A pesar de su genio feroz, yo había amado mucho a Eugenio. Éramos inseparables. Me convencí de que mi vida había terminado, de que el resto serían años dedicados a criar a mis niñas. Me sacrifiqué a mí misma hasta que la vida me empujó por otros derroteros.
No fue fácil salir adelante en aquellos días oscuros. Yo trabajaba en una fábrica de electrodomésticos, pero el sueldo lo pagaban en especie planchas eléctricas. Había que venderlas para poder comprar pan o aceite. Eso era en lo que ocupaba los sábados y los domingos. Recuerdo aquel invierno, vendiendo mis planchas en el Rastro de Madrid, con los pies helados y los dedos entumecidos, cuando un hombre se acercó.
¿Tiene frío, señorita? preguntó con un tono amable el desconocido.
¿Tan mal se me nota? intenté bromear aunque no podía ni castañear los dientes. Sin embargo, el calor de su presencia me reconfortó.
Admito que la pregunta era absurda. Si quiere, podemos entrar en una cafetería a entrar en calor. Yo le ayudo a llevar la bolsa de planchas.
No me vendría mal. Si no, del frío no paso esta tarde musité con voz temblorosa.
Pero ni siquiera fuimos a ninguna cafetería. Caminé junto a Íñigo así se presentó hasta mi portal y le pedí que me esperase allí, al cuidado de mis planchas, mientras yo recogía a las niñas de la guardería. Corrí con los pies convertidos en piedras, pero con el corazón calentito, como hacía tiempo no lo sentía.
Regresando con las niñas, vi de lejos a Íñigo, que hacía tiempo frente al portal, fumando, nervioso. Me animé a invitarle a casa. “Le ofrezco un té, y lo que tenga que ser, será…”, pensé.
Íñigo me ayudó a subir la pesada bolsa hasta el sexto piso, porque claro, el ascensor estaba averiado. Mientras yo subía con las niñas, él ya bajaba con paso ligero.
Espere, mi caballero no le dejo marchar hasta que tome un té caliente le retuve con mi mano gélida, aferrándome a la manga de su abrigo.
Bueno, si no es molestia. ¿No incomodo a los niños? preguntó, lanzando miradas a las niñas.
¡Qué va! Cójalas de la mano, yo voy por delante, pongo el agua a calentar y en nada estamos charlando le respondí sin dudar.
No quería perder a ese hombre, sentía que ya era de mi casa. Durante la conversación, Íñigo me propuso trabajar con él como su ayudante, con un sueldo que superaba lo que ganaba vendiendo planchas en todo un año.
Por supuesto, acepté sin dudarlo. A costa de no atreverme a besarle las manos de agradecimiento
Íñigo estaba divorciándose de su primera esposa y tenía un hijo de esa relación. Nuestra historia comenzó así, entre sorbos de té y bolsas pesadas.
Pronto nos casamos. Él adoptó a mis dos hijas, y la vida comenzó a sonreírnos. Compramos un piso de cuatro habitaciones y lo llenamos de muebles y electrodomésticos modernos. Después levantamos una casita en la sierra de Guadarrama. Todos los años, sin falta, nos íbamos de vacaciones a la playa. Era el paraíso.
Siete años de felicidad pasaron en un suspiro. Pero supongo que al alcanzar el culmen de la dicha, Íñigo empezó a buscar alivio en la botella. Al principio, lo entendía: trabajaba mucho, se ganaba el pan con sudor y necesitaba desconectar. Pero cuando empezó a beber más de la cuenta en el trabajo, se encendieron mis alarmas. Conversaciones, ruegos, nada servía.
No puedo negar que siempre he sido una mujer de impulsos y aventuras. Quise distraerle de la bebida y pensé que tener otro hijo tal vez devolvería la alegría al hogar. A mis treinta y nueve años, mis amigas se reían un poco cuando les conté mi plan.
Venga, Juana, igual nos animamos nosotras a ser mamás a los cuarenta bromeaban mis amigas.
Y yo siempre respondía:
Si interrumpís un embarazo, puede que lo lamentéis toda la vida. Pero si traéis un hijo al mundo, aunque venga sin buscarlo, jamás os arrepentiréis.
Tuvimos mellizas. Así que de pronto me vi criando a cuatro hijas. Pero Íñigo no abandonó la bebida. Yo soportaba, pero mi corazón ansiaba un cambio. Decidí que necesitábamos contacto con la naturaleza, criar animales, respirar aire puro. Eso mantendría ocupados a todos, y a Íñigo, alejado del vino.
Vendimos el piso y la casa de la sierra y nos mudamos a un pueblecito cercano a Segovia. Abrimos un restaurante precioso. Íñigo se aficionó a la caza: compró una escopeta, trastos de monte, y la caza abundaba por los pinares.
Mientras todo estuvo tranquilo, la vida siguió. Pero, tras una noche de excesos, Íñigo volvió a casa irreconocible. No sé qué demonios llevó en el cuerpo, pero destrozó toda la vajilla y los muebles, y finalmente, disparó al techo con la escopeta.
Esa noche salió el miedo de mi alma y me llevé a las niñas donde los vecinos. Fue pura pesadilla.
Al día siguiente, al volver a casa de puntillas, me espantó el destrozo: todo roto, sucio, y él dormido en el suelo, como un cadáver. Con lo que pude recoger, marché en fila con mis hijas a la casa de mi madre, en el mismo pueblo. Ella se echaba las manos a la cabeza:
Ay, Juana, ¿qué quieres que haga yo con esta bandada de chicas? Vuelve con tu marido. Peores cosas se han visto y se han superado. Cuando el río suena, harina queda.
Para mi madre, valía más un buen mozo, aunque toque llevar la boca cerrada.
A los pocos días, Íñigo fue a buscarme. Esa fue la vez que puse punto final de verdad. Él ni recordaba el desastre que había causado. No creyó ni una palabra de mis relatos. Pero yo ya no sentía nada, quemé todos los puentes.
No sabía cómo iba a sobrevivir, pero prefería pasar hambre antes de que un hombre borracho acabase con mi vida.
Vendí el restaurante por cuatro duros no quedaba tiempo para otra cosa, había que marchar y nos instalamos en una casa minúscula en la aldea vecina. Las hijas mayores encontraron trabajo, y, con el tiempo, se casaron, gracias a Dios. Las mellizas seguían en el colegio. Todas querían mucho a Íñigo, su padre, y mantenían el contacto. Así me enteraba de su vida por ellas: me decían que él suplicaba que volviera, que había cambiado, que lo sentía.
Mis hijas insistían:
Mamá, ya está bien de hacerte la dura. Papá se ha arrepentido mil veces. Piensa en ti, que ya no tienes veinte años…
Pero yo permanecía firme. Quería paz, una vida serena, sin riesgos ni sobresaltos.
Pasaron dos años.
Poco a poco, empecé a echar de menos a Íñigo. La soledad me comía por dentro. Todos los anillos de oro que me regaló, acabé empeñándolos en el Monte de Piedad. Nunca los pude recuperar; me dolió. Me daba por recordar nuestra vida, nuestras risas, sus gestos de cariño hacia las hijas, cómo me pedía disculpas. Fuimos una familia unida, cada hogar tiene su dicha, decía mi abuela. ¿Qué más podría pedir?
Las mayores ya apenas venían, sólo llamaban por teléfono, demasiado ocupadas. Pronto, las mellizas alzarían el vuelo y yo me quedaría sola, con el eco del reloj. Las chicas, como gansos: cuando mudan las plumas, se van del estanque…
Movida por la nostalgia, azucé a las mellizas para sonsacar más detalles a su padre. ¿Tendría ya nueva pareja? Ellas lo preguntaron todo. Resulta que Íñigo vivía lejos, en otra ciudad, trabajando mucho, sin probar una gota de alcohol y, según contaba, completamente solo. Les dejó la dirección, “por si las moscas”.
Y así, queriendo el destino, volvimos a estar juntos cinco años atrás.
Ya lo decía yo siempre he tenido el espíritu de una aventurera.







