En la esquina de la calle Gran Vía, en Madrid, había un maniquí en el escaparate de una tienda de moda. Siempre llevaba la misma ropa: una camisa blanca, un pantalón negro y una boina ladeada que nadie se molestaba en arreglar. Era como un fantasma silencioso, ignorado por casi todos. Llevaba allí más de una década, tan inmóvil que muchos ni siquiera lo notaban.
Pero los vecinos del barrio le habían cogido cariño. Cada mañana, al abrir sus negocios, le dedicaban un saludo: “Buenos días, Don Emilio”, porque así lo habían bautizado. Era una tradición, un gesto sencillo para empezar el día. El panadero, la dueña de la mercería, el kiosquero… todos le dirigían la palabra al maniquí. Y él, claro, nunca contestaba.
Hasta que un lunes, todo cambió. El cristal del escaparate estaba empañado por el frío de la madrugada. Cuando los comerciantes pasaron y dijeron, como siempre, “Buenos días, Don Emilio”, ocurrió lo imposible: el maniquí les devolvió la sonrisa. Se ajustó la boina y susurró: “Buenos días, amigos”.
El susto fue mayúsculo. No era un maniquí. Era un hombre de verdad. Se llamaba Emilio López, tenía setenta y cinco años y llevaba meses trabajando como vigilante nocturno de la tienda. Había perdido su piso, su familia vivía en otra provincia, y no tenía adónde ir. Por las noches, dormía entre cajas en el almacén, y al amanecer, cuando abrían la tienda, se quedaba quieto en el escaparate, fingiendo ser un maniquí.
No lo hacía por diversión. Lo hacía porque, detrás de ese cristal, se sentía menos invisible. “Me gusta observar a la gente empezar su día. Y aquí… al menos aquí, alguien me saluda”, confesó.
La historia se hizo conocida cuando un chaval grabó a Don Emilio y subió el vídeo a las redes. En horas, se volvió viral. Miles de personas escribieron: “A veces pensamos que nadie nos mira… pero siempre hay ojos al otro lado del cristal”.
Ahora, Don Emilio ya no finge. Le dieron un trabajo en la tienda como recepcionista. Se sienta junto al escaparate, saluda a los que pasan y cada mañana responde con una sonrisa a los que le dicen: “Buenos días, Don Emilio”. Él siempre contesta con palabras que ya son leyenda en el barrio: “Buenos días… y gracias por fijaros en mí”.