En la esquina de la calle Mayor, en Zaragoza, había un maniquí en el escaparate de una tienda de ropa. Siempre llevaba el mismo atuendo: camisa blanca, pantalón negro y una boina torcida que nadie se molestaba en arreglar. Era el maniquí olvidado, llevaba ahí más de una década. Tan inmóvil, tan parte del mobiliario urbano, que muchos ni lo veían ya. Pero los comerciantes del barrio le habían cogido cariño. Cada mañana, al abrir sus establecimientos, le lanzaban un saludo:
—Buenos días, Don Ramón—le decían, porque así lo habían apodado.
Era una tradición, un gesto simpático para arrancar el día. El panadero, la dueña de la floristería, el chico de la librería… todos le dedicaban unas palabras al maniquí. Y él, claro, jamás respondía. Hasta que un día, sorprendentemente, lo hizo.
Fue un lunes gris. El escaparate estaba empañado por el frío de la madrugada. Cuando los comerciantes pasaron frente a la tienda y soltaron su habitual «Buenos días, Don Ramón», el maniquí esbozó una sonrisa. Se ajustó la boina y susurró:
—Buenos días, vecinos.
Todos se quedaron de piedra. No era un maniquí. Era un señor de verdad. Se llamaba Ramón López, tenía setenta y cinco años y llevaba meses trabajando como vigilante nocturno de la tienda. Había perdido su piso, su familia vivía en otra provincia, y no tenía adónde ir. Así que, por las noches, dormía entre las perchas. Y por las mañanas, cuando llegaban los empleados, se quedaba quieto como un maniquí tras el cristal. No lo hacía por diversión, sino porque allí, frente al bullicio de la calle, se sentía acompañado.
—Me gusta observar a la gente, ver cómo empiezan el día con prisa o con un café en la mano—explicó después—. Y aquí, aunque sea como un figurín, alguien siempre me saluda.
La historia se supo cuando un chaval grabó a Don Ramón y lo subió a internet. En dos días, todo el país hablaba de él. La gente comentaba: «A veces pensamos que somos invisibles… pero siempre hay alguien al otro lado del cristal que nos ve».
Hoy, Don Ramón ya no hace de maniquí. Le dieron un puesto en la tienda como recepcionista. Se sienta junto al escaparate, saluda a los clientes y, cada mañana, devuelve los buenos días a quienes se paran a saludarlo. Su respuesta favorita, la que ya se ha convertido en leyenda en el barrio, es siempre la misma:
—Buenos días… y gracias por fijarse en mí.