En la esquina de la calle Cervantes, en Valencia, había un maniquí en el escaparate de una tienda de ropa. Siempre llevaba puesto lo mismo: una camisa blanca, un pantalón negro y una boina torcida que nadie se molestaba en arreglar. Era como si el tiempo se hubiera olvidado de él, llevaba allí más de una década. Tan inmóvil, tan fundido con el entorno, que casi pasaba desapercibido. Pero los vecinos del barrio le habían cogido cariño. Cada mañana, al abrir sus negocios, le decían: “Buenos días, Don Ramón”, porque así lo habían bautizado entre risas. Era una costumbre, un pequeño gesto para comenzar el día. El dueño de la panadería, la chica de la librería, el señor del quiosco… todos le saludaban al pasar. Y él, claro, nunca contestaba.
Hasta que un día lo hizo. Era martes, y el cristal del escaparate estaba empañado por el frío de la noche. Cuando los comerciantes, como siempre, le dijeron “Buenos días, Don Ramón”, el maniquí les sonrió. Se ajustó la boina y murmuró: “Buenos días, vecinos”. Todos se quedaron paralizados. No era un maniquí. Era un hombre de verdad, de nombre Ramón, con 72 años a sus espaldas. Llevaba meses trabajando como vigilante nocturno de la tienda. Había perdido su hogar, su familia vivía lejos y no tenía adónde ir. Por las noches dormía entre las prendas del almacén, y al amanecer, cuando llegaban los empleados, se quedaba quieto en el escaparate, fingiendo ser parte del decorado. No lo hacía por diversión. Lo hacía porque, tras ese cristal, se sentía menos solo. “Me gusta observar a la gente, ver cómo empiezan sus días. Aquí, al menos, nadie me pasa de largo.”
La historia se difundió cuando un muchacho grabó el momento y lo compartió en internet. Se volvió viral. Miles de personas dejaron comentarios como: “A veces creemos que somos invisibles… pero siempre hay alguien que nos observa desde el otro lado.”
Ahora, Don Ramón ya no necesita fingir. Le dieron un puesto en la tienda como recepcionista. Se sienta junto al escaparate, saluda a los peatones y cada mañana responde con una sonrisa a quienes le dicen: “Buenos días, Don Ramón”. Su respuesta se ha convertido en leyenda en el barrio: “Buenos días… y gracias por fijarse en mí.”
A veces, la soledad nos hace inventar formas de ser vistos. Pero bastan unos ojos atentos para recordarnos que nunca estamos del todo solos.