Un mal comienzo invernal: la lucha de una mujer contra el clima adverso.

**Día 1 de diciembre — Diario de un hombre**

El primer día de invierno no comenzó bien. Carmen tenía que trabajar y el tiempo era horrible. Caía una mezcla de nieve y lluvia, la temperatura rondaba los cero grados y no era día ni para chaqueta ligera. Tocaba abrigo grueso y botas de invierno.

Era su primer día tras un largo parón. En verano, tan feliz con su Javier, había renunciado a su trabajo por su consejo. Él le compró unas vacaciones en la costa, y como su jefe no le daba permiso, firmó su dimisión.

Entonces el cielo parecía lleno de diamantes… Carmen estaba segura de que, allí en la playa, él le pediría matrimonio. ¿Para qué necesitaba trabajar, si Javier les mantendría a los dos? Soñaba con una boda, con un bebé, con una vida en su lujosa casa. ¡Cómo se arrepentía ahora de su imprudencia!

No hubo proposición. Solo cenas en restaurantes, noches inolvidables y el regreso a casa. Él no la dejó de inmediato; durante meses le dio esperanzas de que su relación tendría un final feliz. Hasta que, una semana antes, Carmen no aguantó más y le preguntó por sus planes.

—No hay muchos planes, Carmencita —respondió él—. Voy a volver con mi exmujer. Es que tengo un negocio familiar, y mi padre está enfermo. Dice que todo será para mi hijo, pero si reconcilio mi matrimonio, la herencia será mía. Son condiciones duras. Lo siento, cariño…

Luego vinieron las excusas: lo mucho que la quería, lo triste que estaba… Carmen se puso el último regalo que él le dio, un abrigo caro, y con un —¡Adiós!— desapareció de su vida. No le echaba de menos, pero sí el tiempo perdido.

Tuvo que tragarse el orgullo y volver a su antiguo trabajo, suplicándole al director que la readmitiera. Después de un breve saludo a sus compañeras, esperó fuera de su despacho mientras terminaba una reunión. Se oía su voz gruñona reprendiendo a alguien.

Cuando salieron, Carmen entró tímidamente, con una sonrisa forzada, y le suplicó: no podía vivir sin trabajo, y su vida personal se había desmoronado. El jefe, que siempre tuvo debilidad por ella —aunque felizmente casado—, la miró con pena y dijo:

—A nadie más lo haría, pero a ti sí. Aunque no en el mismo puesto; está ocupado. ¿Quieres ser mi secretaria? María se va de baja maternal el uno de diciembre. Pero ¡disciplina! ¡Y nada de vacaciones improvisadas!

No le quedó más opción que aceptar. Y ahí estaba, su primer día: falda recta, blusa blanca, maquillaje discreto. Llevaba zapatillas en el bolso para cambiarse en la oficina. Iba corriendo hacia la parada cuando recibió un mensaje del jefe:

*«Ven antes. Reunión urgente.»*

Miró la hora y supo que no llegaría. Tendría que coger un taxi. Justo cuando marcaba el número, un chico en monopatín —¡en ese tiempo!— la golpeó por detrás. Acabaron los dos en el suelo. El abrigo, embarrado; las medias, rotas; el móvil, en medio de la calle.

Pero eso era lo de menos. El chico se sujetaba la pierna, pálido. Con ayuda de unos transeúntes, logró levantarse, pero no podía apoyar el pie. Alguien le alcanzó el móvil a Carmen. Llegó la ambulancia.

—¿Quién viene con el niño? —preguntó el médico. Todos miraron al suelo.

A Carmen no le quedó otra. Recogió el monopatín, la mochila escolar con una correa rota y subió a la ambulancia. En el hospital, mientras revisaban al chico, su teléfono revivió: cinco llamadas perdidas del jefe. Su jornada —y la reunión— ya habían empezado. Llamó, pero no contestó. Minutos después, un SMS:

*«No se moleste. Cambié de opinión. Buena suerte.»*

Ahí terminó su carrera. Contuvo las lágrimas. ¡Como si no encontrara otro trabajo de secretaria! Aunque… No tuvo tiempo de terminar el pensamiento cuando sacaron al chico de la consulta.

—Tranquila, señora. No es grave. Pero qué imprudencia dejar que un niño monte en patineta con este tiempo —dijo el médico.

—Disculpe, no soy su madre. Gracias igualmente —respondió Carmen, ayudando al chico a sentarse.

Tendría unos catorce años. Le preguntó cómo se llamaba y dónde vivía. Él dio una dirección, y ella pidió un taxi. Mientras, él marcó un número en su móvil:

—Abuela, no te asustes… Me caí con el monopatín. Ya voy para casa.

Carmen oyó gritos al otro lado, pero el taxi llegó. Cojeando, el chico —que se llamaba Adrián— subió apoyándose en ella. Iba bien vestido; no parecía de familia pobre. ¿Por qué llamó a su abuela y no a sus padres?

—Mi padre está de viaje —dijo—. Me quedé con ella.

Al llegar, una mujer nerviosa los esperaba en la puerta. Carmen le explicó lo ocurrido, y la abuela la invitó a tomar algo. No se negó. La casa era acogedora, ordenada. Mientras tomaban un té caliente, la abuela regañaba a Adrián por coger el monopatín sin permiso.

Intercambiaron números, y Carmen se despidió.

—Te llamaré para saber cómo estás. Si necesitas algo, avísame —le dijo al chico.

Pero no tenía adónde ir. Su jornada laboral —y su empleo— se habían esfumado. *«Quizá sea para mejor»*, pensó, y se fue a casa.

Pasó una semana buscando trabajo en internet. Había vacantes, pero ninguna le convencía: o le quedaban lejos, o el sueldo era bajo, o pedían cursos que no tenía. Al séptimo día, decidió llamar a Adrián. Él se le adelantó:

—¡Hola, Carmen! Soy Adrián. Estoy bien. Mi padre volvió. ¿Quieres venir a mi cumple el sábado?

Al principio dudó, pero… ¿por qué no? El chico le cayó bien, y la abuela era encantadora. Aceptó. Él le envió una dirección —no la de su abuela—.

El sábado, compró un regalo caro: una mochila nueva. Al llegar a la casa, se quedó boquiabierta. Una vivienda nueva, jardín, gravilla… En la puerta, la abuela de Adrián la recibió con alegría. Detrás, asomaba el cumpleañero sonriente.

Entró, dejó el abrigo y le dio el regalo. De la sala salió un hombre. Le tendió la mano:

—David Fernández, padre de este —dijo con una sonrisa.

Carmen se quedó paralizada. Era guapísimo. Buscó con la mirada a la madre, pero no había nadie más. Durante la cena, Adrián contó lo de su pierna.

—Se recuperará —dijo David—. Gracias por ayudarlo.

Todo transcurrió como debe ser en un cumpleaños: brindis, torta, buenos deseos. Al irse, David la acompañó.

…Así a veces se cruzan los caminos. Hablaron toda la noche. Él era viudo, criaba a Adrián desde los siete años —con ayuda de su madre—. Su negocio le consumía el tiempo, y el chico necesitaba atención.

Carmen no dio muchos detalles, solo contó que perdió su trabajo por no llegar a tiempo. David reflexionó. Una semana después, la llamó: le ofreció un puesto en su empresa.

La Navidad la pasaron juntos: la abuela feliz, Adrián contento, y Carmen con David, empezando una nueva vida, una familia, preocupándose por ese chico listo y de buen corazón…

**Lección:** A veces, un tropie**Lección:** A veces, un tropiezo se convierte en el primer paso hacia algo mejor.

Rate article
MagistrUm
Un mal comienzo invernal: la lucha de una mujer contra el clima adverso.