UN MAESTRO ANCIANO PAGA LA COMIDA DE UN NIÑO CONGELADO – Siete AÑOS DESPUÉS, EL NIÑO DEVUELVE EL FAVOR

El comedor del instituto resonaba con el murmullo de los estudiantes, el ruido de las bandejas y el rechazo de una máquina expendedora que no aceptaba una moneda más. Era una tarde gélida de diciembre en el Instituto Alameda. La mayoría de los jóvenes se agrupaban en mesas, riendo, compartiendo bocadillos y quejándose de los deberes.

Pero don Javier no miraba esas mesas bulliciosas.

Fijaba su atención en un chico junto a la máquina: solo, temblando bajo una sudadera gastada, contando monedas con manos temblorosas. Algo en su postura, en sus hombros encorvados, en cómo evitaba las miradas, le llegó al corazón del viejo profesor.

“Oye, joven”, lo llamó don Javier, levantándose de su mesa.

El chico se quedó paralizado. Se giró lentamente, con recelo. Sus ojos, grandes y cautelosos, se encontraron con los del profesor por un instante antes de bajar al suelo.

“Me harías compañía”, añadió don Javier con una sonrisa amable. “¿Por qué no te sientas conmigo?”

El chico dudó. El hambre y el orgullo luchaban en su expresión. Pero al final, el hambre ganó. Asintió y siguió al profesor hasta una mesa apartada.

Don Javier pidió una sopa de pollo extra, un bocadillo y un chocolate caliente. No hizo aspavientos. Simplemente le pasó la bandeja como si no fuera nada. El chico murmuró un “gracias” y empezó a comer como si llevara días sin probar algo caliente.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó don Javier, tomando su café.

“Antonio”, respondió entre bocados.

“Mucho gusto, Antonio. Soy don Javier. Daba clase aquí, aunque ya estoy jubilado. Solo ayudo con tutorías a veces”.

Antonio asintió. “Yo no estudio aquí”.

Don Javier arqueó una ceja. “¿Ah, no?”

“Solo pasaba por aquí. Buscaba un sitio donde entrar en calor”.

La verdad flotó entre ellos, pesada pero no pronunciada. Don Javier no preguntó más. Solo sonrió y dijo: “Bueno, eres bienvenido a compartir comida conmigo cuando quieras”.

Hablaron un rato. Nada profundo. Lo suficiente para romper el hielo. Cuando terminaron, Antonio se levantó en silencio.

“Gracias, don Javier”, dijo. “No lo olvidaré”.

El profesor sonrió de nuevo. “Cuídate, muchacho”.

Y con eso, Antonio desapareció por la puerta del comedor.

*****

SIETE AÑOS DESPUÉS

El viento invernal aullaba fuera del pequeño y humilde piso en la calle Olmo. Dentro, don Javier estaba sentado junto a la ventana, envuelto en un jersey de lana, con una manta sobre las piernas. La calefacción llevaba días sin funcionar, y el casero no contestaba sus llamadas. Sus manos, antes tan firmes con la tiza y los exámenes, ahora temblaban por el frío y la edad.

Vivía en silencio. Sin familia cerca. Solo con una modesta pensión y alguna visita esporádica de antiguos alumnos.

Los días se le hacían largos. Las noches, aún más.

Esa tarde, mientras bebía un té tibio, un golpe en la puerta lo sobresaltó. Pocos venían a visitarlo.

Se acercó con pasos lentos, arrastrando las zapatillas por el linóleo gastado. Al abrir, parpadeó sin creerlo.

Ahí, bajo la nieve, estaba un joven alto con un abrigo de lana azul marino. El pelo bien peinado, y en sus brazos, una gran cesta de regalo.

“¿Don Javier?”, dijo el joven, con la voz un poco temblorosa.

“¿Sí?”, respondió el profesor, mirándolo más de cerca. “¿Te conozco?”

El joven sonrió. “Quizá no me recuerde. No estudié en su instituto, pero hace siete años, le compró la comida a un chico que se moría de frío en el comedor”.

Los ojos de don Javier se abrieron mientras el recuerdo volvía.

“¿Antonio?”

El joven asintió.

“Dios mío…”, dijo don Javier, haciendo espacio. “¡Pasa, por favor!”

Antonio entró y notó de inmediato el frío del piso. “No tienes calefacción”, comentó, frunciendo el ceño.

“Sí, iba a llamar a alguien, pero…”, don Javier lo dejó pasar con un gesto.

Antonio dejó la cesta en la mesa y sacó el móvil. “No te preocupes por eso. Tengo un técnico de confianza. Estará aquí en una hora”.

Don Javier abrió la boca para protestar, pero Antonio lo interrumpió con tono firme pero amable.

“Usted me dijo que me cuidara, don Javier. Ahora me toca a mí cuidar de usted”.

Dentro de la cesta había comida fresca, guantes, calcetines, una manta eléctrica nueva y una tarjeta.

Las manos de don Javier temblaron al abrirla.

“Gracias por verme cuando nadie más lo hizo”, decía. “Su bondad cambió mi vida. Quiero devolverla, no solo hoy, sino siempre”.

Las lágrimas asomaron en los ojos del anciano profesor.

“Nunca olvidé aquella comida”, dijo Antonio en voz baja. “Estaba sin hogar, asustado y hambriento. Pero ese día, usted me trató como a una persona. Eso me dio esperanza”.

Don Javier tragó saliva. “¿Y qué has hecho desde entonces?”

“Poco después, entré en un centro para jóvenes”, explicó Antonio. “Me ayudaron a estabilizarme. Estudié mucho, conseguí becas y acabo de terminar la carrera de Derecho. Ya tengo mi primer trabajo”.

“Eso es maravilloso”, dijo don Javier, casi sin voz.

Antonio sonrió. “Llevo tiempo buscándote. Algunos antiguos compañeros del instituto me guiaron hasta aquí”.

Pasaron horas charlando y riendo, como viejos amigos. Cuando llegó el técnico, Antonio pagó sin dudar. También organizó un servicio de limpieza semanal y un reparto regular de comida.

“Considéralo una inversión”, dijo Antonio con un guiño. “Usted creyó en mí antes de que yo mismo lo hiciera”.

Antes de irse, Antonio le tomó la mano a don Javier. “Si te parece bien, me gustaría visitarte más a menudo”.

Don Javier asintió, con una lágrima en la mejilla. “Me encantaría”.

*****

UN MES DESPUÉS

El piso de don Javier se había transformado. Estaba caliente, luminoso. La nevera llena, los estantes repletos, y los días ya no se le hacían interminables. Cada sábado, Antonio aparecía, a veces con libros, otras con comida, siempre con historias y risas.

No venía por obligación, sino porque le importaba.

Para don Javier, era como tener un nieto.

Una tarde, don Javier miró a Antonio y dijo: “Te has convertido en un gran hombre, Antonio. Estoy orgulloso de ti”.

Antonio sonrió, con los ojos brillantes. “Solo estoy aquí gracias a usted”.

El profesor que una vez ofreció calor a un chico perdido en el frío, ahora lo recibía de vuelta, envuelto en gratitud.

A veces, el gesto más pequeño es el que más eco tiene años después.

Y a veces, ese gesto vuelve a ti, vestido con un abrigo elegante, una cesta de regalo y un corazón agradecido.

NOTA: Esta historia está inspirada en relatos cotidianos. Cualquier parecido con nombres, personas o lugares reales es pura coincidencia.

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UN MAESTRO ANCIANO PAGA LA COMIDA DE UN NIÑO CONGELADO – Siete AÑOS DESPUÉS, EL NIÑO DEVUELVE EL FAVOR