El comedor bullía con el murmullo de los estudiantes, el ruido de las bandejas y el siseo de la máquina expendedora que rechazaba otra moneda. Era una tarde fría de diciembre en el instituto Alameda, como cualquier otra. La mayoría de los jóvenes se apiñaban en grupos alrededor de sus almuerzos, riendo, compartiendo bocadillos y quejándose de los deberes.
Pero don Emilio no miraba aquellas mesas llenas de vida.
Su atención se fijó en un chico junto a la máquina, solo, temblando ligeramente bajo una sudadera raída, contando unas monedas con dedos que no podían ocultar el frío. Había algo en su postura, en esos hombros encogidos, en la forma de evitar las miradas, que le llegó al corazón al viejo profesor.
—Disculpa, muchacho —llamó don Emilio, levantándose de su mesa.
El chico se quedó paralizado. Se volvió lentamente, con cautela. Sus ojos, grandes y desconfiados, se encontraron con los del profesor un instante antes de bajar de nuevo.
—Me harías compañía —añadió don Emilio con una sonrisa cálida—. ¿Por qué no te sientas conmigo?
El chico dudó. En su rostro se libraba una batalla entre el hambre y el orgullo. Pero, al final, el hambre ganó. Asintió y siguió al profesor hasta una mesa apartada.
Don Emilio pidió una sopa de pollo, un bocadillo y un chocolate caliente. No hizo ningún alarde, simplemente acercó la bandeja como si no fuera nada. El chico murmuró un “gracias” y empezó a comer como si llevara días sin probar algo caliente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó don Emilio, mientras sorbía su café.
—Álex —respondió el chico entre bocados.
—Encantado, Álex. Yo soy don Emilio. Di clases aquí hace años, aunque ahora estoy casi jubilado. Solo ayudo con algunas tutorías.
Álex asintió. —Yo no estudio aquí.
Don Emilio arqueó una ceja. —¿Ah, no?
—Solo estaba de paso. Buscando un lugar cálido.
La verdad quedó suspendida entre ellos, pesada pero sin pronunciarse. Don Emilio no insistió. Solo sonrió y dijo: —Bueno, siempre eres bienvenido a compartir una comida conmigo.
Hablaron un rato. Nada profundo. Solo lo suficiente para romper el silencio helado. Cuando terminaron, Álex se levantó con discreción.
—Gracias, don Emilio —dijo—. No lo olvidaré.
El profesor sonrió de nuevo. —Cuídate, hijo.
Y con eso, Álex desapareció por la puerta del comedor.
*****
SIETE AÑOS DESPUÉS
El viento invernal aullaba fuera del pequeño bloque de pisos en la calle Olivo. Dentro, don Emilio estaba sentado junto a la ventana, envuelto en un jersey viejo, con una manta sobre las rodillas. La calefacción llevaba días sin funcionar, y el casero no contestaba sus llamadas. Sus dedos, antes firmes con la tiza y los libros, ahora temblaban por el frío y la edad.
Vivía solo, sin familia cerca, solo con su pequeña pensión y algunas visitas esporádicas de antiguos alumnos.
Sus días eran largos, sus noches aún más.
Esa tarde, mientras bebía un té ya tibio, un golpe en la puerta lo sobresaltó. No recibía muchas visitas.
Se acercó despacio, arrastrando las zapatillas por el linóleo gastado. Al abrir, parpadeó incrédulo.
Ahí, bajo la nieve, estaba un joven alto, con un abrigo de lana azul marino, el pelo impecablemente peinado y una gran cesta de regalo entre sus brazos.
—¿Don Emilio? —dijo el joven, con la voz ligeramente temblorosa.
—Sí… —respondió el profesor, mirando con más atención—. ¿Te conozco?
El joven sonrió. —Quizá no me recuerde. No fui alumno suyo, pero hace siete años, le dio de comer a un chico helado en un comedor.
Los ojos de don Emilio se abrieron al reconocerlo.
—¿Álex?
El joven asintió.
—Dios mío… —Don Emilio hizo un gesto para que entrara—. ¡Pasa, por favor!
Álex entró y notó de inmediato el frío del piso. —No tiene calefacción —dijo, frunciendo el ceño.
—Sí, iba a llamar a alguien, pero… —Don Emilio hizo un gesto evasivo.
Álex dejó la cesta sobre la mesa y sacó el móvil. —No se preocupe, tengo un técnico de confianza. Estará aquí en una hora.
Don Emilio iba a protestar, pero la firmeza amable de Álex lo detuvo.
—Usted me dijo que me cuidara, don Emilio. Ahora me toca a mí cuidar de usted.
En la cesta había comida fresca, guantes, calcetines, una manta eléctrica nueva y una tarjeta.
Las manos de don Emilio temblaron al abrirla.
“Gracias por verme cuando nadie más lo hizo”, decía. “Su amabilidad cambió mi vida. Quiero devolverla, no solo hoy, sino siempre”.
Los ojos del profesor se llenaron de lágrimas.
—Nunca olvidé aquella comida —dijo Álex en voz baja—. Estaba sin hogar, asustado y hambriento. Pero aquel día, usted me trató como a una persona. Eso me dio esperanza.
Don Emilio tragó saliva. —¿Qué has hecho desde entonces?
—Poco después, entré en un centro de acogida —explicó Álex—. Me ayudaron a estabilizarme. Estudié mucho, conseguí becas y acabo de graduarme en Derecho. Ya tengo trabajo.
—Eso es increíble —murmuró don Emilio, sin poder contener la emoción.
Álex sonrió. —Llevo tiempo buscándolo. Algunos excompañeros del instituto me guiaron hasta usted.
Pasaron horas hablando y riendo, como viejos amigos. Cuando llegó el técnico, Álex pagó sin dudar. También contrató un servicio de limpieza semanal y un reparto de comida a domicilio.
—Considérelo una inversión —dijo Álex con un guiño—. Usted creyó en mí antes que yo mismo.
Antes de irse, tomó la mano de don Emilio. —Si le parece bien, me gustaría visitarlo más a menudo.
Don Emilio asintió, con una lágrima en la mejilla. —Me encantaría.
*****
UN MES DESPUÉS
El piso de don Emilio había cambiado. Ahora estaba cálido. Lleno de luz. La nevera no estaba vacía, los estantes tenían provisiones y los días ya no se sentían eternos. Todos los sábados, Álex aparecía, a veces con libros, otras con comida, siempre con historias y risas.
No lo hacía por obligación, sino por cariño.
Para don Emilio, era como tener un nieto.
Una tarde, don Emilio miró a Álex y dijo: —Te has convertido en un gran hombre, Álex. Estoy orgulloso de ti.
Álex sonrió, con los ojos brillantes. —Solo estoy aquí gracias a usted.
El profesor que un día ofreció calor a un chico perdido en el frío, ahora lo recibía de vuelta, envuelto en gratitud.
A veces, el gesto más pequeño es el que más eco tiene, años después.
Y, a veces, regresa, vestido con un abrigo elegante, con una cesta de regalos y un corazón agradecido. ❤️
NOTA: Esta historia está inspirada en hechos cotidianos. Cualquier parecido con personas o lugares reales es pura coincidencia.