Un Lujoso Anillo de Zafiro que Roba el Aliento: La Sorpresa de un Esposo Dedicado

**Mi Diario:**

Ayer fue el cumpleaños de mi querida esposa, Teresa del Carmen. Cumplió cincuenta y cinco primaveras, y decidimos celebrarlo por todo lo alto en un acogedor restaurante junto al Guadalquivir. No faltó nadie: familiares, amigos, compañeros de trabajo. Todos brindaron en su honor, llenándola de flores y halagos. Yo, como su marido, le regalé un anillo de oro con un zafiro que la dejó sin aliento. El presentador del evento, con una sonrisa amplia, anunció:

—¡Y ahora, la nuera de nuestra cumpleañera quiere darle unas palabras!

Hacia el micrófono se acercó Soledad, mi nuera, erguida y altiva.

—Querida Teresa del Carmen —comenzó con tono solemne—, en nombre de nuestra familia, tengo un regalo muy especial para usted.

Los invitados cuchichearon, intrigados. Teresa, radiante de felicidad, se levantó esperando algo emotivo. Pero ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado lo que Soledad tramaba.

Nunca hubo buena química entre Soledad y nosotros—ni conmigo, ni con nuestra hija mayor, Laura. No era el típico conflicto de convivencia: el problema siempre fue ella.

Mi hijo, Javier, siempre fue un hombre dócil. De pequeño, seguía a la multitud sin chistar. Si los chicos lo llamaban a jugar al fútbol, iba, aunque prefiriera quedarse leyendo. Si lo provocaban para insultar a su compañera Lucía, lo hacía, aunque le gustara en secreto.

Así era en todo. Rara vez tomaba decisiones por sí mismo, como si temiera a su propia sombra. Laura lo llamaba *blandengue* sin tapujos. Teresa, aunque lo regañaba por ser tan dura, en el fondo coincidía. ¿Cómo dos hijos criados igual podían ser tan distintos? A Javier no lo malcriamos: le enseñamos a defenderse, lo llevamos al deporte, lo educamos en el arte y la literatura. Pero el carácter, al parecer, lo dicta la naturaleza.

Cuando Javier trajo a Soledad a casa, no nos sorprendió. Una mujer dulce y cariñosa jamás se habría fijado en él. Él necesitaba una mano firme que lo guiara. Y Soledad lo fue—autoritaria, arrogante, cortante. Su rudeza alejaba a muchos, pero no a Javier. Él la adoraba, cumpliendo cada capricho como un perro fiel.

Decidimos no interferir. Si Javier era feliz, era su vida. Cuando se comprometieron, lo aceptamos. Total, no seríamos nosotros quienes vivirían con ella.

—Nos vamos a Mallorca —anunció Javier en la cena—. Estoy ahorrando para el viaje.

—¿Y Soledad no aportará? —preguntó Teresa, creyendo que en un matrimonio todo debe ser compartido.

—Soy el hombre, es mi deber —contestó él, repitiendo sus palabras como un loro.

Después vino la hipoteca, aunque apenas llegaban a fin de mes. Luego, los hijos.

—Queremos una familia numerosa —decía Javier con entusiasmo—. ¡Que la casa esté llena de risas!

—¿Y con qué dinero? —bufó Laura.

—Yo trabajo —respondió él, ofendido—. Soledad dice que también habrá ayudas.

Nosotros solo suspirábamos. Dábamos consejos, pero Javier solo escuchaba a Soledad.

Al quedar embarazada, Soledad actuó como si el mundo le debiera algo.

—¡El repartidor no quiso subir el paquete! —se quejó—. ¡Y eso que estoy encinta!

—¿Era pesado? —preguntó Teresa.

—No, pero ¡tuve que bajar yo! ¡Con esta barriga!

Todo era igual. Dejó de tomar el autobús, gastando en taxis. No limpiaba, no cocinaba.

—La estoy cuidando —decía Javier—. Lleva a mi hijo.

Cuando nació el niño, las exigencias crecieron. Soledad ordenaba ayuda, no la pedía. Nos turnábamos para cuidar al nieto, aunque su actitud nos exasperaba.

Al año, otro embarazo. A Javier no le alcanzaba el sueldo. Ayudábamos con lo justo—no queríamos criar parásitos.

Soledad peleó con la maestra, la pediatra, incluso la vecina por dejar el carrito en el pasillo. Todos eran culpables de no servirla lo suficiente.

En el cumpleaños de Teresa, el ambiente era cálido. Yo le regalé, además del anillo, un sofá nuevo.

—Denos las sobras para llevar —pidió Soledad al llegar—. Con los niños no tengo tiempo de cocinar.

Teresa, para evitar conflicto, asintió.

Media velada, Soledad se quejó de su “vida dura”. Los invitados hacían como que no oían.

Al hablar de regalos, Teresa mencionó el sofá y el anillo. Soledad, ya con unas copas de más, estalló:

—¡Y no les da vergüenza!

Todos enmudecieron.

—¿Perdón? —preguntó Teresa, confundida.

—¡Todo esto! —gritó Soledad—. Ustedes derrochando, ¡y mis hijos pasan hambre! ¡Casi no ven fruta!

Un silencio incómodo. Hasta que Laura estalló:

—¿Te has vuelto loca? ¡Nadie te debe nada! ¡Si quieres dinero, trabaja!

—¡Cállate! —le espetó Soledad—. ¡No es tu problema!

—¡Pues el monedero de mis padres tampoco! —replicó Laura—. ¡Ya os ayudan!

—¡Una miseria! —chilló Soledad—. ¡Si pueden comprar sofás, podrían dar más a sus nietos!

Teresa contuvo las lágrimas. Yo quise intervenir, pero ella me detuvo.

Entonces, lo inesperado. Javier, siempre sumiso, habló:

—Soledad, basta.

—¡Qué! —gritó ella—. ¡Me insultan y tú me callas!

—Sí —dijo él, firme—. He aguantado mucho. Pero insultar a mis padres, menos en su cumpleaños, no lo permito.

Soledad tomó a los niños y salió furiosa. Todos esperaban que Javier corriera tras ella… pero no lo hizo.

—Estoy harto —susurró.

Teresa lo miró con orgullo.

Días después, Javier pidió el divorcio. Soledad gritó, amenazó, pero él no cedió. Incluso dijo que le dejaba los niños, y él aceptó.

Ahora ve a sus hijos, paga la manutención, les compra ropa. Soledad sigue quejándose de lo “sola” que está. Pero todos sabemos: Javier hizo lo correcto.

**Lección:** A veces, el amor propio duele, pero es necesario. Nadie debe vivir bajo el yugo de la falta de respeto.

(Y así termina mi relato: con alivio y esperanza.)

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