Un llamado inesperado que interrumpe la calma nocturna.

El teléfono sonó en plena madrugada. Era su exmarido. ¿Por qué olvidó silenciarlo antes de dormir? En vez de decir “¿Sí?”, bostezó, para que supiera que la había despertado. Él se disculpó una y otra vez, habló monótonamente del clima, del trabajo, de las noticias. Preparaba el terreno para algo. Laura no lo apresuró, ni contestó. A veces asentía, como si él pudiera verla.

Y quizá sí podía. Quince años de matrimonio otorgan poderes sobrenaturales. Fue a la cocina en ropa interior, puso el altavoz, dejó el móvil sobre la mesa y abrió la nevera. Sus estantes blancos, vacíos y sucios, parecían ofendidos. En la puerta, una botella de vino y un trozo de queso envasado en plástico triangular.

—¿Cómo está Anita?

Al mencionar a su hija, no pudo evitar reaccionar:

—¿No le has llamado tú?

—Sí —respondió él rápido—, hablamos el jueves. Dijo que estaba bien. “Floreciendo”, soltó una risita—. También mencionó que te irías de vacaciones una semana. ¿Te has vuelto rica, madre? ¿Adónde irás? ¿Y tus alumnos? ¿Los has dejado libres?

Bebió un trago directamente de la botella, acercó el teléfono al oído para que no escuchara cómo le temblaba la mano al golpear el cuello de vidrio contra el vaso. Tragó, respiró hondo y sonrió con picardía:

—Estoy harta. Tengo derecho a una semana bajo palmeras y junto al mar. Falta mucho. Un mes aún. ¿Celoso?

—Claro —hizo una pausa— que no. Él entró en el juego.

—Te traeré —otra pausa— nada. Laura se relajó. —¿Qué querías?

—Me da vergüenza pedírtelo, pero ando corto. ¿Me prestarías cien euros hasta fin de mes? Gastos inesperados…

—Mmm —cortó un trozo de queso y lo colocó en la lengua como si fuera un dulce—. ¿Qué gastos?

—Conocí a una mujer. Muy buena persona.

Una rabia absurda le arañó la garganta:

—¡Pues pídeselo a ella! —Una imagen la invadió: su entonces futuro marido, hace veinte años, alto, delgado, con flequillo largo que le dividía el rostro en dos mitades. Sonrisa torcida, colmillo afilado. Y a su lado, no ella, sino otra mujer con minifalda y labios rojos.

—Lola, ¿qué pasa? —Su voz cambió, se tornó cálida, familiar. La angustia le cerró la garganta, los ojos le escocieron, a punto de llorar.

—Nada. No he dormido bien. Perdón. Ahora te transfiero. Que tengas buen día.

Mientras tecleaba en la aplicación del banco, llegó un mensaje de Carlos:

“Buenos días, cariño. Hoy hace un día precioso. ¿Qué tal un picnic junto al lago? Puedo pasar por ti a las 15:00”.

—¡Tú también! ¡Déjenme en paz! —La rabia le arrancó lágrimas estúpidas. Finalmente sirvió el vino en un vaso, bebió, masticó el queso. Se miró en el espejo del pasillo, deslizó la mano por el borde del encaje negro que contrastaba con su piel blanca, evitando tocar ese pequeño nudo, apenas más grande que un grano en la ingle, donde nadie mira al afeitarse. Nada había cambiado. Seguía allí. Después, la ducha: esponja agresiva, champú dos veces, mascarilla, parches, secador. Encendió el portátil. Notificaciones de redes sociales. Se puso una camiseta.

Abrió el primer mensaje:

“Hola. Quiero aprender alemán desde cero. ¿Tiene disponibilidad? ¿Qué métodos de pago acepta?”

Sus manos respondieron por inercia. La rutina la fortalecía. Al enviar la respuesta, hizo clic en la foto de perfil y vio cansancio y soledad. Algo se estremeció dentro de ella.

“¿Cuántas clases por semana? Debo advertirle: no habrá sesiones del 1 al 10. Quizá nunca más, porque moriré”, escribió, pero borró hasta dejar solo “no habrá”.

La respuesta llegó al instante:

“Tres veces por semana. Soy flexible. Trabajo desde casa. Me adapto”.

“¿Hoy a las 17:00, hora de Madrid?”

“Perfecto”.

Ana llamó cuando el caldo asiático estaba casi terminado. Antes lo llamaban “sopa de resaca”.

“Mamá, ¿qué tal?”

“Genial. Estoy comiendo. Me interrumpes”, refunfuñó, con miedo.

“Vamos a la playa. Papá me llamó… No le gustó tu actitud”.

“Llevo cinco años sin gustarle”.

“Si tienes humor, es buena señal. ¿Verdad?”

“Cariño, ¿y tú? Te echo de menos”.

“¡Yo también!”

Hablaron de nada. Por teléfono, acompañaron a los amigos en el metro hasta la Barceloneta, buscaron tumbona. El sol español se colaba, las olas acariciaban la arena. El mar borraba lo malo. Colgaron y siguieron caminos distintos. Una adelante, otra al borde. Pero con el recuerdo de lo hermoso. Laura miró el reloj. Casi las cinco. Aún allí, dorada y vibrante, junto a su hija, encendió el portátil automáticamente. Como quien se sumerge en agua helada, entró a la videollamada con el nuevo alumno, el que se autodenominaba “flexible”.

¡Los ojos! Ese fue el primer impacto. Hacia dentro. Hasta escarbar las entrañas. Hasta el dolor, el espasmo. Tartamudeó sobre gramática alemana, se disculpó sin saber por qué. Temía alzar la mirada, pero tampoco podía bajarla. Cuando terminaron los cuarenta y cinco minutos, se reclinó en la silla y rompió a llorar. Llamó a su amiga:

“Sin sermones, me he enamorado”.

“¿De quién? ¿Y Carlos?”

“¡Cata! ¿Qué importa Carlos? Es que…” Se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Solo los ojos. “¿De quién te enamoraste?”

“Acabo de conocerlo. Es mi alumno de alemán. Hace tanto que no sentía nada… Pensé que ya no podía”.

Cata, madre de familia numerosa, contestó:

“Salgo al balcón”. Se escuchó el chasquido de un cigarrillo. “¡Me alegro por ti! En serio, Lola. Desde el divorcio y que Anita se fue… Te preocupabas. Vivías encerrada. Pensé que Carlos ayudaría. Pero solo era ‘por salud’, ¿no?”

“Sí”.

El corazón le latía con fuerza.

“Ahora te escucho diferente. ¿Me lo presentas?”

La magia se rompió.

“Me llaman. ¡Luego hablamos!” Colgó. Limpió la nevera, hizo mil cosas para que llegara el miércoles, las cinco de la tarde. La noche pasó entre sueños, bebió agua, abrió y cerró la ventana, escupió a la oscuridad del patio, como si tuviera quince años. Ni una vez pensó en ese pequeño asesino de nombre dulce: melanoma. Por la mañana, un mensaje:

“Recuerdo el miércoles, pero no puedo esperar. ¿Tiene tiempo hoy?”

✽✽✽

Se llamaba Marcos. Imaginó carruajes, polvo amarillo, espadas, lugares comunes. No quiso caer en clichés, así que no preguntó de dónde era, ni su situación sentimental. Temía espantar ese sentimiento, frágil, digital, pero tan vivo.

“¿Por qué quiere aprender alemán? ¿Para trabajar?”

“No”. La miró fijamente. “Y así, entre risas y miradas cómplices, Laura entendió que a veces la vida nos sorprende justo cuando creemos que ya no hay nada más que esperar.

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MagistrUm
Un llamado inesperado que interrumpe la calma nocturna.