Un llamado inesperado: ¿Por qué olvidé silenciar mi teléfono?

**Diario de una mañana inesperada**

Me despertó el teléfono. Era mi exmarido. ¿Cómo se me olvidó silenciarlo? En vez de un “¿Sí?”, bostecé. Que supiera que me había desvelado. Se disculpó una y otra vez, habló del tiempo, del trabajo, de las noticias. Daba rodeos, preparándome para algo. Yo, Laura, no le interrumpí. Solo asentía en silencio, como si él pudiera verme.

Y quizás lo hacía. Quince años de matrimorio otorgan poderes extraños. Fui a la cocina en ropa interior, puse el altavoz y dejé el móvil sobre la mesa mientras abría la nevera. Sus estantes blancos, vacíos y sucios, parecían resentidos. Solo había una botella de vino y un trozo de queso envasado.

—¿Cómo está Martita? —preguntó él.

El nombre de mi hija me obligó a reaccionar:
—¿No has hablado con ella?
—Sí, el jueves —respondió rápido—. Dijo que estaba bien, que “florece y huele” —soltó una risita—. También mencionó que te irías de vacaciones una semana. ¿Te has hecho rica, madre? ¿Adónde irás? ¿Y tus alumnos? ¿Les has dado vacaciones?

Bebí directamente de la botella, acerqué el teléfono al oído para que no notara el temblor de mi mano al golpear el cuello contra el vaso. Sonreí, juguetona:

—Estoy harta. Tengo derecho a una semana bajo las palmeras y junto al mar. Todavía faltan semanas, pero el mes que viene. ¿Envidioso?
—Claro que —hizo una pausa— no.

Entró en el juego.
—Te traeré —otra pausa— nada. Me relajé.
—¿Y qué querías en realidad?
—Me da vergüenza pedírtelo, pero ando mal de dinero. ¿Me prestarías cien euros hasta fin de mes? Gastos inesperados…
—Mmm… —corté un trozo de queso y lo coloqué en la lengua como un caramelo—. ¿Qué gastos, si se puede saber?

—Conocí a una mujer. Una buena mujer. Muy buena.

Una rabia absurda me atravesó la garganta:
—¡Pues que te ayude ella! —Una imagen apareció: Él, hace veinte años, alto, delgado, con un flequillo que le cortaba la cara. Sonriendo de lado, mostrando un colmillo. Pero a su lado no estaba yo, sino otra, con minifalda y labios rojos.

—Lauri, ¿qué pasa? —su voz cambió, se volvió tierna, conocida. La preocupación me hizo lagrimear.

—Nada. No he dormido bien. Perdona. Ahora te lo transfiero. Que tengas un buen día.

Mientras completaba la transferencia, llegó un mensaje de Gonzalo: *”Buenos días, preciosa. Hoy hace un día estupendo. ¿Nos vamos de picnic al lago? Paso a buscarte a las 15:00.”*

—¡Ah, tú también! ¡Déjenme en paz! —La rabia me sacó lágrimas estúpidas. Finalmente serví el vino, lo bebí, masticando el queso. Me miré en el espejo del pasillo, recorriendo con los dedos el borde del encaje negro contra mi piel blanca. Temía tocar más abajo, donde un pequeño nudo, apenas más grande que un grano, se escondía en el pubis. No había cambiado. Seguía ahí.

Después, la ducha. Frotándome con rabia hasta enrojecer. Champú dos veces, mascarilla, parches, secador. Encendí el portátil. Mensajes de alumnos. Me puse una camiseta.

Abierto el primero:
*”Hola, quería empezar a estudiar alemán desde cero. ¿Tiene disponibilidad? ¿Qué métodos de pago acepta?”*

Mis manos escribieron solas. La rutina me fortalecía. Al enviar la respuesta, hice clic en su foto de perfil. Vi cansancio y soledad. Algo en mí se estremeció.
*”¿Cuántas clases por semana? Debo avisarle: del 1 al 10 no habrá clases. Quizá nunca más, porque moriré.”* Lo borré hasta dejar solo *”no habrá”*.

Respondió al instante:
*”Tres veces por semana. Soy flexible. Trabajo desde casa.”*
*”¿Hoy a las 17:00, hora de Madrid?”*
*”Perfecto.”*

Martita llamó cuando ya casi terminaba mi sopa asiática. Antes la llamábamos “la sopa de la resaca”.
—Mamita, ¿cómo estás?

—Genial. Estoy comiendo. Me distraes.
—Nos vamos a la playa. Papá me llamó. Le caíste mal… —se oía el ruido de la ciudad, coches, ansiedad.
—Le caigo mal desde hace cinco años.
—Si ironizas, es que estás bien. ¿O me equivoco?

—Pequeña, ¿y tú qué tal? Te echo de menos.
—¡Yo también!

Hablamos de nada. Juntas por teléfono, recibimos a sus amigos, bajamos al metro hacia La Barceloneta, buscamos tumbonas. El sol español se filtraba, las olas rompían. El mar tapaba todo lo malo. Colgamos y nos separamos. Una hacia adelante, otra al borde. Pero con el recuerdo de lo despreocupado y bello. Miré el reloj. Casi las cinco. Todavía allí, dorada y brillante, junto a mi hija, encendí el portátil. Y como quien se sumerge en agua helada, entré en la videollamada con el nuevo alumno, el que dijo ser “flexible”.

Sus ojos. Eso lo cambió todo. Hacia dentro. Hasta las tripas. Hasta el dolor. Tartamudeé sobre gramática alemana, me disculpé sin saber por qué. No podía apartar la mirada. Cuando terminaron los cuarenta y cinco minutos, me dejé caer en la silla y lloré. Llamé a mi amiga:
—Sin sermones. Me he enamorado.

—¿Y quién es? ¿Y Gonzalo?
—¡Claudia! ¿Qué Gonzalo? —me di cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Quizá lo dijo, pero solo vi sus ojos.
—¿De quién te has enamorado, entonces? —preguntó sin piedad.
—Acabo de conocerlo. Es mi alumno de alemán. Pensé que ya no podía sentir… pero esto… —hablaba atropelladamente, esperando que entendiera.

Claudia, madre de familia numerosa, felizmente casada, respondió:
—Voy al balcón —inhaló un cigarrillo—. ¡Me alegro por ti, Laurita! En serio. Desde el divorcio, y cuando Martita se fue, me preocupabas. Te convertiste en un robot. Gonzalo era solo… bueno, para “salud”. ¿No?
—Sí. —Un calor irracional me invadió.

—Ahora tienes otra voz en el teléfono. ¿Me lo presentarás? —sin querer, rompió el hechizo.
—¡Uy, me llaman! ¡Luego hablamos! —colgué.

LimpY mientras la puerta del ascensor se cerraba frente a esa mirada que ya conocía demasiado bien, supe que las historias sí terminan así, con un hombre esperándote donde menos lo imaginas, y un nudo en la piel que, por primera vez en meses, no me dolió al tocarlo.

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MagistrUm
Un llamado inesperado: ¿Por qué olvidé silenciar mi teléfono?