Un hombre se fue una semana con su amante para “rehabilitar” a su esposa. Regresó y se quedó estupefacto en el portal.

30 de octubre

Hoy vuelvo a la sala y me encuentro con Ignacio sentado en el sofá, la mirada clavada en el móvil, los dedos volando sobre la pantalla. Su ceño está fruncido, las mejillas tensas. Yo ya estoy acostumbrada a estas noches: él puede pasar horas pegado al teléfono sin responder a nada, sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor.

Ignacio, ¿cenaremos en algún momento? le pregunto mientras me alejo de la ventana.

Más tarde responde con un murmullo, sin siquiera levantar la cabeza.

Suspiro y me dirijo a la cocina. Vivimos en el piso de dos habitaciones que heredé de mis padres. Mi padre falleció hace cinco años y mi madre, dos años después. El contrato del apartamento estaba a mi nombre desde que mis progenitores aún vivían, para evitar los trámites de la herencia. Cuando Ignacio y yo nos casamos, él se mudó a mi casa; parecía lo más sensato, el alquiler era caro y este sitio era amplio y cómodo.

Los primeros años fueron tranquilos. Yo trabajaba como profesora de primaria, él como gestor en una constructora. Paseábamos por el Retiro al atardecer, escapábamos los fines de semana a la sierra de Guadarrama, hacíamos planes. Pero poco a poco algo cambió. Ignacio se volvió irritable, se fijaba en los detalles más insignificantes.

¿Por qué has comprado ese yogur? le lanzo mientras abre la nevera. Te dije que ese sabor no me gusta.

Ignacio, nunca me lo has dicho respondo con calma. La próxima vez compraré otro.

¡Siempre haces lo que te da la gana! exclama, cerrando la puerta de la nevera con fuerza.

No entiendo de dónde nace esa queja. Antes nunca se molestó por yogures o cualquier otro alimento, pero ahora cualquier pequeño detalle se vuelve motivo de descontento.

La relación se ha vuelto tensa. Ignacio cada vez acusa a que soy demasiado independiente, que tomo decisiones sin consultarle: el destino de las vacaciones, la compra de la lavadora, con quién salgo los fines de semana. Todo le irrita.

¡Ni siquiera preguntaste mi opinión! se indigna cuando le cuento que he comprado entradas para el teatro el sábado.

Ignacio, te propuse esa obra hace un mes le recuerdo. Dijiste que te gustaría ir.

¡Pero debiste confirmar la fecha! insiste. Puede que tenga otros planes.

¿Qué planes? pregunto. ¿Te vas a quedar tirado en el sofá viendo la tele?

Se sonroja, sale de la habitación y cierra la puerta de golpe. Me quedo paralizada en el salón, sin comprender por qué cada iniciativa mía provoca su furia.

Todo empeoró cuando surgió el tema de mi suegra, Valeria, que vive en una casa en los afueras de Getafe. Valeria llama a menudo y nos invita a cenar. Cada fin de semana Ignacio va a ayudarla con el huerto, con la valla, con el desván. Al principio aceptaba, pero últimamente esos fines de semana se han vuelto una carga.

Ignacio, ¿nos quedamos este fin de semana en casa? le propongo un jueves. Estoy cansada, solo quiero descansar.

¿Qué dices? frunce el ceño. Mamá nos espera.

Nos espera cada semana respondo con agotamiento. Podemos ir el siguiente fin de semana.

No corta él bruscamente. Vamos el sábado, como siempre.

No quiero insisto. Quiero quedarme en casa.

Ignacio se levanta lentamente, el rostro rojo, los puños apretados.

¿Entonces te niegas a ir a casa de mi madre? me lanza.

No me niego a siempre, solo este fin de semana trato de explicar. Puedes ir tú solo si lo deseas.

¡¿Solo?! estalla. ¿Entiendes lo que dices? ¡Mi madre es tu familia! ¡Debes acompañarme!

Le pido que no grite, que hablemos con calma. Él responde que no hay nada que discutir, que ya no le controlo, que ahora mando yo en el piso. Por primera vez menciona la vivienda, como si el hecho de que sea mi piso fuera la razón de su irritación. Yo nunca le he mandado, solo vivo en mi propio espacio.

Ignacio, nunca te he mandado nada susurro. El piso no tiene nada que ver.

¡Todo tiene! grita. ¡Soy un invitado en tu casa! ¡Quizá debería irme para que veas lo que pasa sin mí!

Cada quien hace lo que quiere le contesto serenamente.

Me quedo inmóvil, esperando lágrimas o perdones que nunca llegan. En cambio, mantengo los brazos cruzados, el pecho apretado por la ofensa, pero sin mostrar debilidad.

¿Así que no te importa? me pregunta con sarcasmo.

No dije que no me importe aclaro. Pero no se logra nada con amenazas.

¡No es una amenaza! vocifera. Me iré a casa de otra, a ver si aprendes.

El golpe de sus palabras me deja sin aliento. Me doy cuenta de que ha estado hablando con otra mujer. Todas esas horas frente al móvil, su irritabilidad constante, su falta de voluntad para compartir tiempo conmigo, todo encaja en una sola imagen.

Entiendo solo digo.

Se vuelve y se dirige al dormitorio. En pocos minutos vuelve con una maleta en la mano, el rostro endurecido, los movimientos bruscos. Yo lo observo desde el pasillo mientras empaca sus cosas.

Veremos cómo cantas cuando te quedes sola dice, cerrando la cremallera de la maleta.

Una semana será suficiente para que vuelvas a la razón añade antes de abrir la puerta.

El golpe de la puerta retumba. Me quedo en el vestíbulo, el silencio pesa en mis oídos, mis manos tiemblan y un vacío se forma dentro. Me dirijo al salón y me dejo caer en el sofá.

Ignacio realmente se ha marchado, a otra mujer, para “educarme”. Quiso demostrar que puede vivir sin mí, que yo debería estar agradecida por su presencia. El calor de su amenaza se apaga mientras la casa queda en silencio. La tensión de los últimos meses, las discusiones, los reproches desaparecen. Por fin, la casa está vacía, sin gritos, sin golpes de puerta, sin reproches a mi independencia.

Suena el móvil cerca de las diez. Es mi amiga Lucía.

María, ¿cómo estás? pregunta preocupada.

Bien respondo. Ignacio se fue.

Lo vi en la terraza de la Gran Vía, sentado con una mujer. Al principio pensé que estaba soñando, pero después lo reconocí.

Cierro los ojos. No era una simple amenaza; él realmente se ha marchado a la amante, para demostrar que tiene un plan B.

¿Lo oyes? insiste Lucía.

Sí, gracias por avisarme.

¿Quieres que vaya a tu casa?

No, estoy bien.

¿Estás segura?

Sí. Buenas noches, Lucía.

Cuelgo y apago el móvil. Ignacio no se ha ido a refrescarse; se ha ido a la amante con quien, según parece, llevaba tiempo intercambiando mensajes. Todo ese tiempo frente al móvil, la irritabilidad, ahora tiene sentido.

Me levanto del sofá, abro el armario y veo que solo ha dejado sus cosas más esenciales, como si esperara volver en una semana. Yo, sin intención de esperarlo, llamo a un cerrajero. Encuentro un anuncio de servicio 24h y le pido que cambie la cerradura hoy mismo.

Buenas tardes contesta el hombre.

Necesito cambiar la cerradura de la puerta principal. ¿Puede venir hoy?

Claro, dígame la dirección.

Le doy la dirección y me asegura que llegará en cuarenta minutos. Mientras espero, recorro el piso, revisando lo que queda de Ignacio: ropa en el armario, zapatos en el recibidor, libros en la estantería, una maquinilla de afeitar en el baño. Todo indica que planeaba regresar como si nada hubiera pasado.

Llega el cerrajero, un hombre de mediana edad con una caja de herramientas. Evalúa la vieja cerradura y propone instalar una nueva, más segura. Yo acepto. Mientras él trabaja, voy al dormitorio y empaco la ropa de Ignacio en dos maletas grandes, con calma, sin pensar demasiado.

Listo dice el cerrajero al terminar, entregándome las llaves nuevas.

Pago, le agradezco y cierro la puerta con la nueva cerradura. Ignacio ya no podrá entrar. Los viejos llaveros quedan inservibles.

Vuelvo al dormitorio, miro las maletas. Mañana temprano las llevaré al vestíbulo del edificio para que él las recoja cuando quiera. Por ahora solo quiero acostarme y dormir, olvidar el día, los gritos, las amenazas.

Me pongo el pijama, me acuesto y cierro los ojos. Mañana será otro día, el primer día sin él, sin sus constantes críticas, sin sus reproches. Por alguna razón, esa idea me alivia.

Una semana transcurre con una extraña paz. Voy al trabajo, regreso a casa, preparo la cena solo para mí. Por las noches leo, veo series que antes no tenía tiempo de terminar. No hay golpes de puerta, ni gritos, ni reproches a mi autonomía.

El lunes por la mañana llevo las maletas de Ignacio al vestíbulo, las dejo junto a la pared opuesta al ascensor, junto con un sobre con sus documentos: póliza de seguro, justificantes de trabajo, facturas antiguas. Que se los lleve cuando quiera.

Mi vecina del primer piso, Rosa, se acerca al buzón.

María, ¿qué son esas maletas? pregunta curiosa.

Ignacio recogerá sus cosas respondo brevemente.

Ah, ya veo comenta con una sonrisa. Los jóvenes de hoy ya no saben lo que es vivir en pareja.

No entro en más detalles y continúo mi jornada. La jornada transcurre como siempre: clases, corrección de cuadernos, charlas con colegas. Nadie sabe que en casa ya no hay marido esperándome. Esa ausencia resulta extrañamente reconfortante; no tengo que apresurarme ni temer una nueva discusión por la cena o la limpieza.

El martes por la tarde llama Lucía.

María, ¿cómo vas? ¿Ignacio ha sabido de algo?

No, no ha llamado respondo tranquilamente. No importa.

¿Ya recogió las maletas? pregunta.

Aún están en el vestíbulo contesto. Parece que no ha vuelto.

Tal vez se quedó con la amante mucho tiempo sugiere. No deberías preocuparte.

Cierro la llamada, preparo una infusión y me siento junto a la ventana. La lluvia golpea el cristal, las hojas se pegan al asfalto. El otoño está en su apogeo. Antes esa atmósfera me entristecía; ahora me resulta reconfortante. Silencio, calma, nadie exige mi atención.

El miércoles paso por el supermercado después del trabajo. Compro sólo lo que me apetece: un trozo de queso, un paquete de pasta, verduras para ensalada. Antes compraba el doble, pensando en el apetito de Ignacio. Ahora decido por mí misma.

Los jueves y viernes transcurren igual de tranquilos. Me levanto, me preparo para el trabajo sin tropezar con los zapatos de Ignacio en el recibidor. Vuelvo a casa y no encuentro platos sucios en el fregadero. Por la noche leo sin escuchar su ronquido. Todo es sencillo y sereno.

El sábado me dedico a una limpieza profunda. Lavo el suelo, quito el polvo, lavo la ropa. Al caer la noche, el piso reluce. Me ducho, preparo café y me siento en el sofá con un libro. Fuera, los faroles del patio iluminan la calle.

Mientras tanto, Ignacio está en el piso de su amante, una mujer llamada Cristina, administradora de un gimnasio, cinco años menor que yo. Se conocieron hace tres meses cuando él se apuntó al gimnasio. Intercambiaron mensajes, se vieron en cafeterías, y ahora él ha pasado una semana con ella para “educarme”.

Verás, en una semana me llamará dice, con sorbo de whisky en mano, complacido. En casa me esperarán, y María comprenderá que sin mí no puede.

Cristina solo levanta los hombros, indiferente. La semana termina y él parece aburrido, siempre quejándose de mí, hablando de cómo no valoro su esfuerzo. A Cristina ya le da igual si llama o no; lo que le importa es que él vuelva a su vida.

El domingo por la noche Ignacio empaca su maleta y se dirige a casa en autobús, seguro de que al abrir la puerta María se echará a llorar, pedirá perdón y él la perdonará generosamente. Llega al edificio, sube al tercer piso, saca la llave, la gira pero la cerradura no cede. Se queda perplejo, intenta otra vez, mismo resultado. La cerradura es nueva, reluciente.

¡Mierda! murmura.

Se aleja un paso, mira la puerta. El número es correcto, el apartamento también, pero la cerradura ha cambiado. Ignacio ve dos maletas en la zona común, las suyas, ordenadas, con encima un sobre de papeles: póliza, justificantes, facturas.

Se queda allí, sin saber qué pensar. Entonces escucha el timbre del ascensor; la puerta del portal se abre y aparece Rosa, la vecina del primer piso, con una sonrisa burlona.

Tarde, señor comenta. Ya era hora de que se diera cuenta.

Ignacio intenta abrir la puerta de nuevo, pero no entra. Llama a la puerta, pero solo se oye el eco de su propia voz.

¡María! grita. ¡Ábreme! ¡He vuelto!

Nadie responde. Finalmente, Rosa abre la puerta del portal y, con tono sarcástico, le dice:

Ya era hora, comandante. La clase ha terminado.

Se aleja, dejándolo solo en el pasillo, frente a la puerta cerrada. Ignacio saca el móvil, marca, solo escucha el tono de ocupado. Vuelve a marcar, lo mismo. María ha rechazado todas sus llamadas. Le manda un mensaje: «Ábreme, debemos hablar». Lo lee, pero no contesta.

¡María! vuelve a gritar, con la voz rota. ¡Basta de juegos! ¡Ábreme ahora!

Silencio. Ningún sonido, ningún movimiento. Ignacio se sienta en la maleta, las manos temblorosas, la cabeza llena de confusión. La idea de que la mujer que amaba lo había dejado sin retorno le resulta irreal. Yo, en casa, con una taza de café, escucho sus gritos a través de la pared, pero no pienso abrir.

El teléfono sigue sonando en la mesa. Yo lo miro, pero no contesto. Ignacio ha decidido marcharse, intentar vivir con Cristina, pero el alquiler es caro y el dinero escasea tras los gastos con la amante. Ir a casa de mi madre, Valeria, en los suburbios implica más preguntas y tiempo de viaje.

Ignacio vuelve a intentar llamar, vuelve a recibir el tono de ocupado, escribe otro mensaje: «Lo siento, me equivoqué. Hablemos». Lo lee, pero no responde.

Yo, sin querer, echo un vistazo a la ventana; la lluvia se intensifica, la hoja cae sobre el asfalto. El otoño repite su canto, pero ya no me entristece. Solo siento paz.

Ignacio, sentado en la maleta, comprende que no hay a dónde volver. El apartamento de mi mujer está cerrado. Vivir con Cristina ya no funciona; la relación acaba en dos semanas. No tengo dinero para alquilar otro piso y la madre de Valeria está lejos, con demasiadas preguntas.

Finalmente, después de varios intentos, Ignacio escribe: «Perdóname, estaba equivocado. Podemos volver a empezar». Lo lee, pero yo ya he bloqueado su número. No hay nada que decir. Elige su propio destino, y yo el mío.

Esta semana entrego la demanda de divorcio. Reúno papeles, acudo al Registro Civil y presento la solicitud. No tenemos hijos, el piso es una herencia mía, así que la división es sencilla. El proceso se concluye en un mes.

Ignacio intenta concertar encuentros, me escribe a través de conocidos, suplica por una segunda oportunidad. Ya no me afecta. Su verdadera cara salió a la luz: manipulador, amenazante, dispuesto a irse con una amante para “educarme”. No quiero eso.

Seis meses después, vivo sola. Trabajo, salgo con amigas, leo, viajo los fines de semana. Nadie me recrimina la independencia, nadie me obliga a visitar a mi madre cada semana, nadie discute por un yogur o una entrada de teatro.

Lucía me visita y, al ver mi cambio, exclama:

¡María, luces radiante! dice, sirviendo té. No te había visto tan feliz en años.

Porque ahora vivo para mí respondo con una sonrisa. No busco complacer, ni adaptarme, ni aguantar reproches.

¿Ignacio sigue en contacto? pregunta.

No. Se fue a vivir en las afueras con Cristina, pero no funcionó. Lo escuché decir que la echó, pero ya no importa.

Lucía se ríe.

Lección bien aprendida. Quería “educarte”, pero al final quedó solo con su propio polvo.

Yo meAl fin, descubrí que la verdadera libertad consiste en escuchar mi propio corazón sin miedo a las sombras del pasado.

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MagistrUm
Un hombre se fue una semana con su amante para “rehabilitar” a su esposa. Regresó y se quedó estupefacto en el portal.