El hombre iba corriendo al aeropuerto para coger su vuelo, pero algo que vio por el camino le hizo frenar en seco.
Ese día todo transcurría con normalidad, excepto por la lluvia torrencial que caía sobre Madrid. Iba con prisa, mirando el reloj, cuando de repente divisó a una mujer bajo la cortina de agua, abrazando a un niño pequeño. Por un instante, pensó en seguir adelante, pero no pudo ignorar el remordimiento. Bajó del coche y se acercó a ellos.
Hola, ¿necesitan ayuda? ¿Qué hacen aquí con este pequeñín bajo la lluvia? preguntó, con voz cálida.
La mujer, con los ojos brillantes, respondió: No tengo adónde ir. Mi marido nos echó de casa y no sabemos qué será de nosotros
Sin dudarlo, sacó las llaves de su piso en Barcelona y le dijo al conductor que los llevara allí, que les diera todo lo necesario hasta que él volviera de su viaje. El chófer asintió y los subió al coche mientras él continuaba hacia el aeropuerto.
Dos semanas después, de regreso, fue directo a su casa. Al llamar a la puerta, nadie respondió. La encontró abierta y, al entrar, se quedó paralizado.
La escena era distinta a lo que esperaba. En el salón había una mujer con un niño, pero no eran los mismos que había rescatado. Los juguetes estaban ordenados, la cena recién hecha humeaba en la mesa, y sobre el piano, una nota decía: *”Gracias por tu bondad. Ya estamos en casa.”*
Pero entonces miró hacia un rincón. Allí, envuelto en una manta, había otro niño, acurrucado. No lo reconocía, y sin embargo aquellos ojos le resultaban familiares. Como los del bebé bajo la lluvia, pero ahora con siete años.
La mujer alzó la vista y le sonrió, aunque con cierta inquietud: Él nos encontró solo. Lo llamamos nuestro milagro.
Alberto sintió cómo el peso en su pecho se aliviaba, pero algo más crecía dentro de él. No era solo gratitud. Era el misterio de algo que iba más allá de lo que podía entender.