Aquel día el calor era insoportable. El aire quemaba, el asfalto parecía derretirse y solo anhelaba llegar a casa bajo el refugio del aire acondicionado. Pero antes, una parada en el supermercado: comprar algo para la cena.
Mientras caminaba por el aparcamiento del Mercadona en Valencia, algo me hizo detenerme. Una sensación extraña. Me giré y la vi. Una pastor alemán, encerrada en un coche cerrado, agonizando. El vidrio empañado por el calor, los jadeos del animal, su mirada vidriosa. Si fuera hacía 30 grados, dentro superaría los 50.
En el parabrisas, un número de teléfono. Llamé. Contestó un hombre con voz fría.
“Su perra se está muriendo de calor. Venga ahora o ábrale al menos la ventana”.
“Le dejé agua. No es asunto suyo”, masculló.
Había un botellín de agua sí… ¡cerrado! ¿Cómo iba a bebérsela? La rabia me nubló. No lo dudé: agarré una piedra y rompí la ventana. La alarma del coche aulló, pero me dio igual. Saqué a la perra, que se desplomó en el suelo, jadeante. La refresqué con agua y pedí ayuda.
Minutos después, apareció él. Furioso.
“¡Está loca! ¡Llamaré a la policía!”
Y la policía vino. Pero lo inesperado fue su veredicto. Multa por maltrato animal para él. A mí, un apretón de mano y un “gracias”.
¿Y la perra?
Ahora ronca a mis pies en casa. Lola, la pastor alemán que casi muere por la irresponsabilidad de alguien, es un remolino de felicidad. Y sí, volvería a romper ese cristal. Sin dudarlo.
Los animales no son juguetes. Sienten, sufren. Y quien no lo entienda, no merece su compañía.