«El apartamento donde ya no somos bienvenidos»: cuando una madre convirtió el hogar en un campo de batalla
Alejandro trabajaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Era su esposa, Lucía. Le extrañó: ella casi nunca le llamaba a media mañana.
—¿Hola, cariño? ¿Pasa algo? Estoy algo ocupado—, dijo, apartando la vista del ordenador.
—Sí, pasa algo—. Su voz temblaba, ahogada por los sollozos. —Nos han echado. ¡No tenemos dónde vivir!
—¿Qué?— Alejandro se puso en pie de golpe. —¿Algo le ha pasado al piso? ¿Un incendio? ¿Un robo?
—El piso está bien… pero ya no podemos vivir aquí—, susurró Lucía.
—¿Cómo que no podemos? ¿Quién puede prohibirnos vivir en nuestro hogar?
—¿Quién?… ¡Tu madre!— exclamó, y en su tono se mezclaban el dolor, la rabia y la desesperación.
Hace años, cuando se mudaron a Madrid con sus hijas, todo era distinto. La mayor tenía siete años; la menor, cinco. Empezaron alquilando, trabajando sin descanso. Hasta que la suerte les sonrió: el padre de Lucía heredó un piso de un pariente lejano.
—Vivid aquí—, les dijo él. —Ya soy jubilado, los impuestos no me ahogan, el piso está a mi nombre, pero no os molestaremos.
Hicieron reformas, compraron muebles. Lo convirtieron en su hogar. Hasta que un día, todo cambió.
El detonante fue el cumpleaños de su suegro. Fueron, celebraron… y el día siguiente, su suegra anunció:
—Hemos decidido que Miguel, nuestro sobrino, vivirá con vosotros. Ha entrado en la universidad y el albergue está lleno. Además— añadió fríamente—, el piso es nuestro, y nosotros decidimos quién vive aquí.
Lucía se quedó sin palabras. Pero Alejandro solo asintió:
—No hay problema. Hay espacio.
Quiso gritar, pero se contuvo. Aquel no era momento. Pero algo se rompió dentro de ella.
Miguel se instaló como el rey de la casa. Comía en el sofá, gritaba, no recogía nada. Arruinaba todo lo que tocaba. Hasta que llegaron los padres de Alejandro, y entonces comenzó la guerra.
—¡Miguel tiene los zapatos sucios!— reprochaba la suegra. —¿Por qué no has lavado su chaqueta? ¡Y la comida está fría!
Daba órdenes como una capitana. Cocina, lavandería, limpieza… Hasta que, sin rodeos, le soltó a Lucía:
—No entiendo cómo mi hijo puede estar contigo. Será mejor que te vayas. Deja el piso.
—¿Adónde voy? Las niñas tienen sus familias, el alquiler está por las nubes…
—No es mi problema. Haz las maletas.
Cuando Lucía se negó, su suegra añadió:
—Se lo explicaré a Alejandro. Firmará el divorcio.
Lucía recogió sus cosas en silencio, llorando.
Alejandro lo supo y dejó todo.
—¿Mamá, qué has hecho? ¿Cómo echas a mi esposa?
—No la necesitamos. ¡Además, bebe!
—¿Qué?
—Oí botellas en la bolsa de basura. ¿Qué ocultas? No permitiré eso en mi casa. El piso es mío, y mando yo.
—Mamá, ¡era Miguel sacando la basura!
—¡No eches la culpa al chico! Si ella vuelve, no te quejes.
—Entonces yo me voy con ella.
—Mejor. Miguel tiene novia, necesitará espacio.
Alejandro apretó los puños.
—Bien. Dos días.
—Lucía, no llores— le dijo después. —Lo sacaremos todo. Roberto nos ayudará, tenemos un trastero. Encontraremos algo nuestro. Quizá no como soñábamos, pero al menos… será nuestro.
Tres días después, su suegra llegó con su hija Tatiana, cargadas como para una batalla: bolsas de comida, latas, verduras…
—¿Se han ido?— preguntó Tatiana, desconcertada.
—Vacío… No hay cocina… ni nevera… ni muebles—.
—Los dejaremos en el balcón.
—¡Está lloviendo! Mamá, ¡no hay ni dónde dormir!
María Luisa llamó a su hijo. No contestó. Sus nietas tampoco.
—María, soy la abuela…— intentó con una de ellas, pero solo escuchó:
—¡No llames más!
En el piso solo quedaba un sofá viejo… y un cubo en la bañera, símbolo de un final amargo.
Seis meses después, Lucía cocinaba en su nuevo hogar. Sonó el teléfono. Número desconocido.
—Hijo, soy yo… Tu madre… No me llamas… Lo siento. Vuelve. Vivid aquí.
—Ya tenemos donde vivir. En nuestro piso.
—¿Para qué otro? ¡Tenéis el nuestro!
—El vuestro es vuestro. El nuestro… es nuestro.
—¿Y mis nietas? ¡Me han abandonado!
—No necesitan nada. Lo tenemos todo. Olviden ese piso. Nunca volveremos.
Alejandro colgó. Aquel capítulo de su vida había terminado. Y las mejores historias… a veces empiezan cuando se cierran puertas.
**Moraleja:** Un hogar no son cuatro paredes, sino el amor que lo llena. Y quien usa la generosidad como moneda de cambio, al final se queda solo.