**8 de octubre**
—¡Tú no eres nadie para mí! —gritó Lucía antes de cerrar la puerta de golpe, haciendo temblar los cristales del aparador. En la casa se hizo un silencio sepulcral. Bárbara se dejó caer en el borde de la silla, apretando con fuerza la taza de té que ya había perdido su calor.
—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó la pequeña Sofía, asomándose a la cocina.
Bárbara negó con la cabeza. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
—¿Otra vez Lucía gritando?
—La tutora llamó… —susurró—. No es nada, no importa…
Sofía se acercó y rodeó los hombros de su madre con un brazo:
—Mamita, no te entristezcas. Todo se arreglará. A pesar de tener solo trece años, Sofía siempre había mostrado una madurez sorprendente. A veces parecía mayor que su hermanastra Lucía, de quince.
Media hora después, llegó Javier del trabajo. El olor de la cena llenó el aire. Todos, excepto Lucía, se sentaron a la mesa.
—¿Y ella? —preguntó él, mirando la silla vacía.
—Está enfadada —contestó Sofía, removiendo la sopa con cuidado.
Javier observó a su esposa. Ella bajó la mirada, avergonzada.
—La tutora llamó. Lucía suspendió todas las asignaturas. Intenté hablar con ella… —Bárbara se interrumpió, conteniendo las lágrimas.
Javier se levantó y fue hacia la habitación de su hija. Tocó la puerta.
—¡No entres! —se escuchó desde dentro.
—Soy solo yo. ¿Puedo pasar?
La puerta se entreabrió, y Lucía, al ver que estaba solo, lo dejó entrar a regañadientes.
—¿Qué es este desastre? —preguntó, mirando la ropa tirada y los envases vacíos de comida rápida.
—Es que Bárbara otra vez… —comenzó la chica, pero su padre la interrumpió:
—Yo también hablé con la señora Carmen. Realmente estás suspendiendo todo. ¿Qué está pasando, Lucía?
Ella guardó silencio. Comenzó a meter los libros en la mochila con brusquedad.
—No te pido que quieras a Bárbara, pero al menos podrías respetarla. La haces sufrir todos los días.
—¿Y ella a mí no? ¡Tú la llevas a Sofía al centro comercial, y yo me quedo sola en casa!
—¿Olvidaste que te castigué por escaparte de noche con tus amigas?
—¡Claro, yo soy la mala y Sofía la santa!
—¡Basta ya! —la voz de Javier se volvió cortante—. ¡Estás exagerando!
Salió sin esperar respuesta. En la cocina, Bárbara seguía sentada, las manos temblorosas. Las palabras se le atascaban en la garganta. Pero al mirar a su marido, no dijo nada. Solo unos minutos después logró hablar:
—Ya no sé qué hacer. Lucía me rechaza, te tiene celos. Lo intenté, de verdad… pero nunca logré acercarme a ella.
—Lo sé, cariño —Javier la abrazó—. Pero ¿qué hacemos?
—Necesitamos separarnos. Temporalmente —dijo Bárbara con dificultad.
—¿Qué? —él se apartó—. ¿Lo dices en serio?
—Quizá si ella siente que estás solo para ella, algo cambie…
Lucía escuchó cada palabra, escondida tras la puerta. En su pecho floreció la esperanza. *”Papá volverá a vivir conmigo.”*
A la mañana siguiente, Javier le anunció que se mudarían a su antiguo piso. Sofía rompió a llorar. Entró corriendo en la habitación de Lucía y gritó:
—¡Odias a mi mamá y me quitas a mi papá! —y salió, cerrando la puerta con un portazo.
Lucía no esperaba que las cosas tomaran este rumbo. Al principio, se sintió eufórica, hasta que comprendió lo difícil que era vivir sin las atenciones de Bárbara. Nadie cocinaba. Nadie la ayudaba con los deberes. Su padre estaba siempre trabajando, y ella tenía que cocinar pasta y lavar calcetines. Él se volvió serio, estricto, impaciente. Nada que ver con Bárbara, que le explicaba con dulzura, incluso cuando Lucía le gritaba.
Se acercaba su cumpleaños. Lucía decidió hacer un pastel. Buscó una receta, batió la masa… pero se distrajo. El bizcocho se quemó. Cuando su padre llegó, la encontró llorando sobre el molde carbonizado.
—Papá… volvamos a casa —susurró, apoyando la cabeza en su hombro—. Perdóname. Os quiero… a ti, a Bárbara… a Sofía…
—Yo también te quiero, hija. Pero volver no es tan fácil. Les hemos hecho daño. Primero debemos preguntar si están dispuestas a perdonarnos.
Lucía no respondió. La vergüenza la inundaba.
—Tienes que entender —dijo Javier—, Bárbara quizá no sea tu madre, pero merece respeto. Y también debes pedir perdón.
Esa noche, Lucía no pudo dormir. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía rabia. Solo pena y arrepentimiento. A la mañana siguiente, le pidió a su padre que la llevara ante Bárbara y Sofía.
Se disculpó. Con sinceridad. Con lágrimas. Primero ante Bárbara. Luego ante Sofía. Y unos días después, por primera vez, murmuró: “Mamá… perdóname.”
Nadie supo quién lloró más en ese momento.