A Lourdes le encantaban las telenovelas. Soñaba con que la vida real pudiera ser igual de intensa que en la pantalla: llena de giros dramáticos, pasión desbordada y finales felices. Pero su realidad era muy distinta: gris, monótona y aburrida. Vivía en un pequeño pueblo de León, y ni siquiera el matrimonio le había dado la felicidad que imaginaba de joven.
Fernando, su marido, al principio parecía cariñoso y responsable. Pero al tercer año de casados, soltó de pronto:
—Me voy. No aguanto más este lugar. Me asfixia. Yo nací para una ciudad grande, Lourdes.
—¿Cómo? Si lo nuestro iba bien —intentó detenerle.
—Para ti quizá, para mí no —cortó él, metió un par de camisas en una bolsa vieja y se marchó sin mirar atrás.
Los rumores volaron por el pueblo. Las vecinas cotilleaban:
—Fernando dejó a Lourdes. Se fue a Valladolid. Seguro que ya tiene otra.
Ella no lloró ni se quejó. Simplemente siguió adelante. En casa de sus padres no había sitio —su hermano, su cuñada y sus cuatro hijos ocupaban cada rincón. Ella no tenía hijos.
—Menos mal. Con alguien como Fernando, habría sido un pésimo padre —pensaba mientras observaba a los niños del vecindario.
Por las noches se sentaba frente al televisor y se sumergía en las tramas de las telenovelas: infidelidades, amores apasionados, sufrimientos exagerados. Las historias le quemaban el corazón. Después de verlas, tardaba horas en dormir.
Y por la mañana, otra vez la rutina: los cerdos, los gansos, las gallinas y el ternero Manolo. Lo ataba detrás de la huerta porque no podía dejarlo suelto con el resto. Un día, una vecina le gritó:
—¡Lourdes, tu ternero anda corriendo por el pueblo!
Salió corriendo y vio a Manolo embistiendo la valla del vecino, levantando el cercado con los cuernos.
—Manolito, por favor, quédate quieto —rogó, agitando un trozo de pan. Pero el animal sacudía la cabeza y se soltaba. De un tirón, asustó a una bandada de patos.
Como siempre, la salvó Raúl, el tractorista y su excompañero de colegio. Atrapó al ternero, le ató bien la cuerda y lo aseguró. Lourdes lo observó mientras lo hacía —manos fuertes, músculos marcados bajo la camisa— y de pronto sintió un pinchazo en el pecho.
—¿En qué estoy pensando? —se ruborizó—. Parezco gata en celo.
Se avergonzó. Raúl vivía con Rosalía, una mujer alta y robusta que un día, tras una fiesta en la que él había bebido de más, se quedó a dormir en su casa. Trajo consigo a su hija de un matrimonio anterior y desde entonces, aunque sin papeles, vivían juntos.
Lourdes se divorció rápido de Fernando, apenas desapareció. Luego hubo pretendientes, incluso uno le propuso matrimonio, pero su corazón permaneció callado. Hasta ahora, con este Raúl que de pronto la miraba con una dulzura nueva. Notaba su mirada como si fuera fuego y temía que Rosalía lo descubriera y armará un escándalo.
Pero Raúl empezó a pasar cada día por el lindero, donde antes nunca pisaba. Ella se levantaba antes, fingiendo deshierbar la huerta, pero en realidad esperaba sus pasos. Sus miradas se cruzaban, y en sus ojos había algo que nunca vio en los de Fernando: calidez, ternura.
Hasta que Fernando regresó. Como si nada hubiera pasado.
—¿Me perdonas? —preguntó con la misma sonrisa de siempre.
—¿Por qué no triunfaste en la ciudad?
Pero su corazón no dio un vuelco. No sentía nada. Quizá nunca lo había amado, o quizá ese amor murió hace tiempo.
Se quedó a vivir en la casa —no podía echarlo, pero él tampoco mostraba respeto. Ella cerraba la puerta por dentro por las noches, ponía un armario delante y entraba por la ventana. Raúl lo veía y entendía: Lourdes no lo quería ahí.
Una mañana, aparecieron unos escalones bajo su ventana. Alguien los había colocado con cuidado para que le fuera más fácil entrar. No podía ser Fernando, él seguía yéndose por las noches. Fue Raúl quien, en silencio, los construyó.
Luego… Rosalía regresó al pueblo. Pero enfermó. Gravemente. Su hija se fue con la abuela. La llevaron al hospital y no volvió.
Lourdes veía cómo Raúl quitaba la nieve no solo de su casa, sino también de la suya. A escondidas. Una primavera, al volver del trabajo, encontró la puerta abierta y a una mujer entrada en años sentada en su cocina, bebiendo de su taza.
—Hola, dueña —sonrió Fernando—. Vero y yo viviremos aquí ahora. La casa es mía. Tú recoge tus cosas y vete.
Esa noche, Lourdes volvió a empujar el armario contra la puerta. Por la mañana, empezó a sacar sus cosas. Raúl se acercó, cogió la maleta sin decir nada y la llevó a su casa. Luego volvió por más. Fernando y Vero se miraban en silencio.
—¿Así que esto es amor? —se burló Fernando—. Buena suerte.
Raúl tomó la mano de Lourdes y la llevó con él. De pronto, ella rompió a llorar —de felicidad, sorpresa o alivio. Él la abrazó y todo el mundo giró frente a sus ojos.
Se casaron rápido. Ahora Lourdes espera un bebé. Fernando salió de la casa y los miró con inquietud. Pero a ella ya no le importaba. Detrás de ella estaba un hombre de verdad. Y no en una telenovela, sino en la vida.