Un fiel perro sigue esperando, durmiendo junto al hospital donde su dueño falleció, sin comprender por qué no vuelve.

Un perro que sigue durmiendo junto a la puerta del hospital donde murió su dueño, sin entender por qué ya no regresa.

Lolo llegó al hospital a primera hora de la mañana, como cada día. Sus patas conocían cada baldosa rota de la acera, cada bache del camino que llevaba a las puertas de cristal del edificio blanco. Se acomodó en su rincón habitual: junto al banco de hierro verde, desde donde podía vigilar tanto la entrada principal como la de urgencias.

Había adelgazado en las últimas semanas. Su pelaje dorado, antes lustroso, ahora estaba apagado y enmarañado. Pero sus ojos marrones seguían atentos, escrutando cada rostro que entraba y salía del hospital. Buscando solo uno: el de su humano.

Don Manuel había sido su mundo durante ocho años. El viejo ebanista lo encontró siendo un cachorro, abandonado en una caja de cartón bajo la lluvia. “Venga, campeón”, le dijo mientras lo envolvía en su chaqueta de trabajo. “Con esa cara, te voy a llamar Lolo.” Y Lolo se quedó para siempre.

Juntos habían paseado cada mañana por el parque, compartido bocadillos en el taller, visto programas de televisión por la noche. Manuel le hablaba como si fuera un amigo, le contaba sus penas y alegrías. “¿Sabes, Lolo? Hoy me ha salido redonda la mesa que estaba haciendo. Contigo al lado, hasta el trabajo sabe mejor.”

Hace tres semanas, Manuel empezó a toser sin parar. Una mañana, mientras desayunaban café con leche y magdalenas, se desplomó. Lolo ladró como loco hasta que los vecinos llamaron a la ambulancia. Siguió la camilla hasta las puertas del hospital, pero allí se cerraron para él.

“Los perros no pueden entrar”, dijo una enfermera con tono firme. Lolo no entendía las palabras, pero sí el gesto. Se quedó esperando.

Los primeros días, muchos intentaron llevarlo. Una abuela con una correa de flores: “Ven, cariño, en casa te cuidaré mejor.” Un chaval que le ofrecía trozos de chorizo: “No puedes quedarte aquí, colega.” Hasta vinieron de la protectora, pero Lolo se escondía cada vez que veía la furgoneta con jaulas.

Él sabía esperar. Manuel siempre volvía.

El personal del hospital se había acostumbrado a su presencia. La doctora López, que salía a las cinco en punto, le ponía un cuenco con agua fresca. Pablo, el guardia de seguridad, le guardaba un trozo de su bocadillo de tortilla cada día. “Eres más fiel que el pan con aceite”, le decía mientras le rascaba la cabeza. “Ojalá las personas fueran la mitad de leales que tú.”

Esta mañana era distinta. Lolo lo olió antes de verlo. Un aroma familiar mezclado con medicinas y antisépticos. Su cola comenzó a moverse lentamente, sus orejas se alzaron. Cuando las puertas se abrieron, allí estaba Manuel.

Pero algo había cambiado. El hombre caminaba despacio, apoyado en un bastón, con una mascarilla y un tubo en la nariz. Estaba más delgado, más frágil. Pero era él.

Lolo no saltó como solía hacer. Se acercó con cuidado, como si supiera que su humano ya no era el mismo. Se sentó frente a él y alzó la mirada. Manuel se inclinó con esfuerzo y le acarició la cabeza con manos temblorosas.

Perdóname, Lolo. Perdóname por tardar tanto.

Lolo lamió suavemente la mano de Manuel. No importaba el tiempo. No importaban los días vacíos. Su humano había vuelto.

La doctora López se acercó con una sonrisa.

Don Manuel, este perro no se ha movido de aquí en tres semanas. Ni con tormenta, ni con sol de justicia. Los enfermeros le daban de comer, pero él nunca dejó de esperar.

Manuel miró a Lolo con los ojos brillantes.

Es que él no sabe rendirse, doctora. Nunca lo ha sabido.

Mientras caminaban lentamente hacia casa, Lolo pegado a su pierna pero sin tirar de la correa, la gente los miraba con una sonrisa. El perro que no se había ido, el hombre que había regresado.

Esa noche, Lolo se acurrucó junto a la cama de Manuel, que ahora era un colchón médico en el salón. Su humano ya no era el mismo, y quizá nunca lo sería del todo. Pero estaban juntos.

Manuel le acarició el lomo con suavidad.

Gracias por recordarme que el amor no entiende de lógicas, Lolo. Que esperar no es perder el tiempo cuando esperas a quien lo vale.

Lolo cerró los ojos, sintiendo por primera vez en semanas la paz de estar donde debía. Había aprendido que el amor de verdad no cuenta los días, solo cuenta las certezas. Y él siempre había estado seguro de que Manuel volvería.

Porque eso es lo que hace la familia: vuelve, siempre vuelve.

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MagistrUm
Un fiel perro sigue esperando, durmiendo junto al hospital donde su dueño falleció, sin comprender por qué no vuelve.