Un festín de emociones ocultas tras una sonrisa.

En aquel tiempo, Natalia luchaba por contener las lágrimas para no arruinar la reunión. Ajustó su blusa sobre el vientre ya abultado y, empujando la silla de ruedas de su hijo, abrió la puerta del café.

Era un domingo cualquiera, cuando las madres de niños con discapacidad de Valladolid se reunían en aquel lugar para respirar un poco, lejos de las terapias y las batallas por una vida digna para sus hijos. Se habían organizado ese descanso ellas mismas, sin esperar ayuda de sponsors ni fundaciones. El café «La Alubia» cerraba sus puertas al público para atenderlas. La dueña, comprensiva, les servía té, pasteles y ponía el karaoke. Así, aquellas madres agotadas se convertían en mujeres jóvenes que reían, cantaban, charlaban y se gastaban bromas.

Natalia nunca faltaba, ni siquiera cuando apenas tenía fuerzas para moverse. Porque allí estaba su refugio, donde la entendían. Pero hoy se sentó en silencio, sin saber cómo explicarles que estaba embarazada y que su marido, Javier, había decidido marcharse, diciendo que la carga era demasiado pesada. Un segundo hijo no debía nacer, según él, cuando el primero tenía parálisis cerebral. Pero ella se negó a abortar, y tres meses después, su esposo ya vivía con otra mujer, mientras ella apenas tenía para la gasolina que la trajo hasta allí con su pequeño.

—Vamos, cuéntanos, ¿qué pasa? —Le preguntó Elena Núñez, una mujer fuerte, bella y llena de vida. Su hija, Lucía Méndez, también usaba silla de ruedas, pero gracias al amor incansable de su madre, había ganado premios de canto por toda España y vivía con alegría.

Natalia estaba a punto de romper en llanto, pero Elena la interrumpió con firmeza:
—Ya lo sé. Se fue, ¿no? Bueno, Dios lo juzgará. Mejor dime, ¿qué recursos tienes? ¿Qué puede ayudarte a sacar adelante a tus hijos?
—Nada —susurró Natalia, conteniendo el sollozo.

—¡Eso no puede ser! Dios sigue ahí, ¿verdad? Él ayuda a través de las personas, ¿no lo has oído? Toma el micrófono, cantaremos juntas, tomaremos té, y en casa pensarás con calma. Y busca ese artículo de la psicóloga Montserrat sobre los recursos. Siempre hay una salida, Natalia. No vamos a perder este milagro…

Así que Natalia cantó y rió, mientras unos voluntarios de una fundación cuidaban de su hijo. Le envolvieron pasteles para llevar, y aquella noche, por primera vez, el silencio de su casa vacía no le dolió.

Recursos, recursos… Mientras acostaba a su hijo, escuchando su tierno «Mamá, te quiero y juntos lo superaremos», Natalia se sentó a escribir todo lo que tenía. Ahí estaba el primero: Dios, que no la abandonaba. Y su hijo de once años, aunque en silla de ruedas, con una mente brillante y un corazón enorme. Él sería su apoyo.

Pero la lista era corta, y Natalia no durmió en toda la noche.

A la mañana siguiente, arrastrándose de cansancio, fue a misa. No podía faltar, menos en su estado.
—¡Señor, Señor! —suplicó durante toda la ceremonia en su parroquia favorita de Valladolid. El párroco, que soñaba con un centro de rehabilitación para niños especiales, se acercó después. Le dio alimentos que los feligreses habían dejado para los necesitados.

—Esto es para ti y tu hijo, Natalia —dijo el sacerdote suavemente—. La abuela Carmen te llevará más cuando nazca la niña. Vive cerca y puede cuidarlos si lo necesitas. Dime, ¿en qué más podemos ayudarte?

Natalia lo miró, desconcertada.

—No calles, hija. La gente no ayuda porque no sabe cómo. Piensa y vuelve a tomar un té conmigo.

Así entendió Natalia que había más bondad que maldad en el mundo. Solo había que pedir. Y, dejando atrás su orgullo, empezó a pedir ayuda a sus amigos. Para su sorpresa, todos respondieron: cuidaban al niño, le llevaban comida, ropa… Y en lugar de orgullo, su corazón se llenó de humildad y gratitud.

Añadió a su lista: Dios, su hijo, la parroquia, sus amigos. Pero el futuro seguía siendo incierto.

Al día siguiente, llegó un paquete enorme: ropa nueva, una cuna y sábanas para la bebé. En Facebook, un mensaje de una mujer llamada Olga decía:

«Querida Natalia, espero que esto te sirva. Amigos en común me contaron de tu situación. No es una desgracia, solo un momento difícil. Trabajo en una gran empresa de Madrid y puedo enviarte 200 euros mensuales. Reza por mí y por mi difunta madre, que en paz descanse. Un abrazo».

Las manos de Natalia temblaban. Las lágrimas le nublaban la vista. En ese momento, llamaron a la puerta: era su amigo Luis, que venía a pasear con su hijo. Con él llegó un hombre tímido, de acento extranjero.

—Natalia, este es Antonio, un italiano que necesita ayuda con unos documentos. Hablas varios idiomas, ¿no? Pues aquí tienes trabajo extra mientras esperas al bebé.

Esa noche, después de revisar papeles, Natalia sirvió té y puso un video de Lucía Méndez cantando.

—Lo imposible para los hombres, es posible para Dios —dijo en perfecto italiano, sin saber que esos trabajos de traducción la sostendrían durante años.

Al entrar a su habitación, tachó todo en su lista de recursos, excepto una palabra: «Dios». Porque si Él le había dado un hijo, también le daría lo necesario para criarlo.

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Un festín de emociones ocultas tras una sonrisa.