Un terrible descubrimiento salió a la luz por pura casualidad. A mi hermana pequeña de cuatro años, Lucía, le apareció una hernia umbilical. Los médicos dijeron que no había que esperar: cuanto antes la operaran, mejor. Lucía se negaba en redondo a ir al hospital sin papá. Esperamos a que volviera de su ruta, y él la acompañó hasta el quirófano.
Papi, ¿me esperarás aquí? lloriqueaba mi hermanita.
¿A dónde voy a ir, cariño? Claro que te espero. ¿Por qué lloras? Eres muy valiente.
¡No lloro! ¡Solo estoy suspirando!
Y se la llevaron. Una operación sencilla y programada, pero pidieron a mis padres que donaran sangre al banco de sangreera un requisito obligatorio.
Pero solo debería coincidir con uno de los dos, ¿no? preguntó papá. ¿No podrían hacer las pruebas primero? Para no donar sangre de más.
¡La sangre nunca sobra! dijo el médico con firmeza.
Mamá y papá donaron. Ella estaba pálida, al borde del desmayo. Después no podía quedarse quieta: iba y venía, hablaba con las enfermeras. Cuando sacaron a Lucía del quirófano, papá fue a recibirla, como había prometido. Se quedó con ella todo el fin de semana. Mamá pareció tranquilizarse, fue a verla y me llevó a casa, aunque yo me resistía.
Yo también puedo cuidarla insistí con terquedad.
Ya tenía once años. A Lucía, mi hermanita rubia, la quería más que a nadie en el mundo. Quizá más que a mamá y papá. ¿Cómo no quererla? Un ángel. Un ángel rubio en carne y hueso.
Imaginen un pueblo pequeño con su hospital comarcal. Sí, nuevo, equipadohasta con banco de sangre, qué lujo. Pero un pueblo es un pueblo. Pasaron tres días: Lucía ya estaba en casa, y papá se preparaba para salir de ruta. Fue a comprar tabaco y volvió con cara de tormenta.
Papi gritó Lucía desde su cuarto (todavía estaba en reposo) ¿Me has traído mis nubes favoritas?
Papá dejó la bolsa en el pasillo. Me ordenó que fuera al cuarto de Lucía, cogió a mamá del brazo y la llevó a la cocina.
José José ¿qué pasa?
En la cocina hubo una conversación que no entendí hasta años después. Lucía era demasiado pequeña, y yo obedecía a mi padre. Me fui a su cuarto. Ella empezó a lloriquear, pidiendo a su papi y las nubes. Le ofrecí leerle un cuento, y por suerte aceptó.
En la cocina, José, con los ojos desorbitados, se acercó a Ana hasta acorralarla contra la pared.
¿Es verdad? ¿Que Lucía no es mía?
¿Qué dices? ¿Estás loco?
Te lo digo yo. Yo tengo sangre A+, tú O+. Y ella señaló hacia la puerta B. Si hay algún error, podemos repetir la prueba.
Ana lo apartó, se sentó a la mesa y dejó caer la cabeza entre las manos.
Malditos. ¡Se lo pedí! ¿Qué más quieren? Nos envidian, José. Tenemos de todo. Y unos hijos preciosos.
Ah, así que lo pediste ya entiendo.
Salió de la cocina, dejando a Ana llorando. Solo había tropezado una vez por aburrimiento con un ingeniero de paso. Su marido siempre en rutas. En las películas, un camionero es romántico. En la vida real, es soledad y frío. Ana pensó que había que hacer algo. ¡Seguro que él tampoco era un santo! Tanto tiempo fuera Se levantó y corrió tras él, pero ya no estaba. Sobre la mesa quedó una caja de nubes olvidada.
Al volver de su ruta, mi padre habló seriamente conmigo. Quería que me fuera con él.
Papá, ¿y Lucía? ¿Mamá? ¿No puedes quedarte?
Sentí como si me hubieran puesto una losa de hormigón encima. Las rocas están hechas de capas, y esta también: el miedo a perder a mi padre, el miedo a elegir. Al final, perdía a alguien. Hice cálculos rápidos y decidí quedarme. Lucía y mamá eran más que papá. Aunque solo mi hermana ya pesaba más.
Mi padre me veía a menudo. Parecía haberse olvidado de Lucía. No entendía nada, pero sabía que, si pudiera explicármelo, lo haría. Al principio, mi hermana lloraba y preguntaba por él. Era doloroso verla. Luego, dejó de preguntar. Se encerró en sí misma, jugando con sus muñecas. No entendía por qué le había caído ese castigo, pero podía imaginarlo. En cuanto a mamá
Mamá perdió el juicio. Empezó a traer basura a casa. Primero cosas inofensivas, incluso útiles. Luego, cualquier cosa. Dejó de ocuparse de nosotros. Susurraba, revolvía sus “tesoros”. No entendía cómo una mujer joven y guapa pudo convertirse en eso en año y medio. Pero no le dije nada a papá. La vecina, María, nos cuidaba a veces. Con el dinero de la pensión de papá, yo me las arreglaba para comer. Pero el olor que impregnaba el piso en la escuela se reían de mí, aunque evitaba conflictos.
Tía María, ¿me enseña a planchar? llamé a su puerta.
Daniel, primero deberías lavar los trapos frunció la nariz.
No sirve. Los lavo, pero mañana voy a ver a papá y quiero ir decente
¿Él no sabe de Ana? preguntó, sorprendida.
No le diré nada. Él se fue, así que no es asunto suyo.
Me dejó pasar, pensó un momento y añadió:
Tráete a Lucía. Os arreglaré. Y traed vuestra ropa, os cambiáis aquí. Haré lo que pueda.
Así lo hicimos. Al menos ya no olía en la escuela. Pero la buena tía María no se conformó. Fue a hablar con mi padre y lo avergonzó. Él me esperó a la salida del colegio.
¿Por qué no dijiste nada?
¿Para qué? ¿Volverías?
No. Pero podrías vivir conmigo.
¿Y Lucía?
Mi padre calló. Negué con la cabeza y me dirigí a casa.
¡Espera! Lucía podría vivir con tu abuela.
La abuela tiene nuevo marido. No tiene tiempo para nosotros.
Ya veo de quién heredaste empezó él y se calló.
Intentó hablar con su ex suegra.
José, ¿estás loco? ¿Para qué quiero niños? Estoy en mi segunda juventud.
¡Pero Lucía es tu nieta!
Qué pena.
¿Cómo? se sorprendió él.
Una pena que la maternidad sea obvia, y la paternidad, no. Si tuviera un hijo y nietos, ¿cómo sabría si son míos? Pero ella sí lo es. Aunque tengo mi propia vida.
Sí. Tendría que haberme fijado mejor en ti antes de casarme con Ana.
Una mañana, mamá no estaba. Su basura seguía ahísolo nuestra habitación estaba librepero ella había desaparecido. Abrí la ventana; el aire frío alivió un poco el hedor. Di de comer a Lucía, comí algo y la llevé a casa de María.
Mamá no está, y yo tengo que ir al colegio.
¿Cómo que no? se alarmó. Hace mucho frío. ¿Dónde está?
Mi madre, perdida y trastornada, acabó sus días en un vertedero lejano. Nadie supo por qué no volvió a