En una fría tarde de otoño, Ángela caminaba por las calles de Madrid, arrastrando una pesada maleta. El viento le azotaba el rostro y la llovizna le mojaba los hombros. Cada paso le dolía —los tacones le habían dejado los pies ensangrentados—, pero el dolor más profundo lo llevaba en el alma.
“¿Cómo pude ser tan ingenua?”, murmuraba, mirando su reflejo en los charcos. Seis años junto a Vladimiro. Promesas, viajes, una vida en su piso, regalos, rosas… Y ahora, solo una maleta, la calle y ni un euro de quien juró amarla siempre. La echó sin más. Un simple “He conocido a otra” bastó para romperle el corazón.
Ángela no lloró. Su orgullo no se lo permitía. Pero por dentro, era un abismo.
Al pasar frente a un acogedor café, cedió al deseo de calor y silencio. Entró, pidió un café solo y dos palmeras de chocolate. Se sentó junto a la ventana. Por primera vez en todo el día, descansó. Miró alrededor: mujeres charlando, parejas enamoradas, un matrimonio mayor… Y junto a otra ventana, un hombre trajeado, con portátil, serio y elegante.
Casi se le cayó la taza. Era él. Pedro.
El mismo Pedro al que abandonó siete años atrás por Vladimiro. En aquel entonces, vivía con su abuela, llevaba camisas gastadas y ahorraba para un curso de programación. Le pedía paciencia: “Todo llegará”. Pero ella no quiso esperar. No soportaba aquel piso viejo, con el tic-tac del reloj de cuco y el olor a medicinas. Quería vivir bien, y lo quería ya.
Ahora Pedro era un hombre seguro, con estilo. Y, por lo visto, exitoso. Ángela lo observó, olvidándose del café. Los recuerdos la inundaron: las tardes en su cocina tomando té, su abuela, dulce y callada, Pedro haciéndole tortilla y llamándola “mi princesa”.
Apretó los labios. Tal vez esta era su oportunidad. ¿Estaría soltero? ¿La recordaría? ¿La perdonaría?
Se levantó. Cruzó la mitad del local. El corazón le latía con fuerza, las piernas le temblaban. Pero entonces, una vocecilla la detuvo:
—¡Papá! ¡Papi!
Pedro se levantó. Una niña de cinco años corrió hacia él, seguida de una mujer hermosa de pelo largo. La abrazó, besó a su esposa y las guió hacia su mesa.
Ángela se quedó inmóvil. Luego, dio media vuelta y regresó en silencio a su sitio. La maleta, las palmeras, el café frío. El corazón le pesaba tanto que quería gritar.
El error. Aquel que marcó su vida. Abandonar al que la amaba de verdad por una ilusión. Por alguien que prometía mucho, pero traicionaba fácilmente.
Ahora Pedro era feliz. Y ella… no era nadie. Ni piso, ni amor, ni futuro. Solo recuerdos y una maleta en la mano.
Salió del café, cerró la puerta y, de pronto, lo entendió: los verdaderos errores no son elegir al equivocado, sino no valorar a quien te amó de verdad.