Un error que lo cambió todo

El teléfono temblaba en mis manos mientras marcaba el número. El corazón me latía tan fuerte que parecía que iba a salírseme del pecho. “Hola, Lucía, ¡he hecho lo que me dijiste! Le he echado ese polvo en el café. Estoy esperando a que haga efecto para irme. Pero, ¡por todos los santos, qué demonios era eso! ¡No se puede echar eso en un café! Ana se ha puesto pálida, le ha dado un mareo, como si hubiese bebido veneno. ¡De dónde iba yo a saber que pasaría esto! ¡No soy médico!” La voz se me quebraba, y en la cabeza solo daban vueltas el pánico y la culpa. ¿Cómo había llegado a esto?

Todo empezó hace un par de semanas, cuando mi vida parecía desmoronarse. Ana y yo llevamos siete años casados, y los últimos dos el matrimonio era un polvorín. Peleas constantes, malentendidos, sus reproches sin fin… Ya no podía más. Ana había cambiado: de aquella chica alegre y cariñosa de la que me enamoré, se había convertido en alguien siempre descontento. Intenté hablar con ella, pero cada conversación acababa en gritos. Llegó un momento en que pensé que el divorcio era la única salida. Hasta que apareció Lucía.

Lucía es una compañera del trabajo. Nos cruzábamos a menudo en los descansos, y ella siempre sabía escuchar. Cuando empecé a contarle mis problemas, no me juzgaba, sino que me entendía. Poco a poco, nuestras charlas se hicieron más cercanas, y con ella me sentía en paz, como hacía tiempo que no me sentía. Una tarde, después de otra pelea con Ana, le dije a Lucía que no sabía cómo salir de ese círculo vicioso. Fue entonces cuando me soltó una idea que al principio me pareció una locura. “Hay una forma —me dijo con una sonrisa pícara—. Échale algo en el café. Nada grave, solo un polvito para que se relaje un poco, que esté más tranquila. Yo te lo doy, es inofensivo”. Me reí, pensando que bromeaba, pero Lucía iba en serio. Me pasó una bolsita y dijo: “Prueba, no pierdes nada”.

Dudé mucho. ¿Ponerle algo en el café a mi mujer? Parecía un guion de película barata. Pero Lucía me aseguraba que era solo un relajante natural, que ayudaría a Ana a estar más calmada y a nosotros a arreglar las cosas. Estaba tan harto de las discusiones que al final acepté. Por la mañana, mientras Ana se duchaba, le preparé el café y, sintiéndome el peor imbécil del mundo, eché una pizca del polvo. Las manos me temblaban, pero me repetía que no pasaba nada. Lucía dijo que era seguro, ¿no?

Ana se tomó el café como siempre, sin sospechar nada. La observé, esperando que le diera sueño o que se relajara, como Lucía había prometido. Pero media hora después, palideció de repente, se agarró el estómago y dijo que se encontraba fatal. Se tumbó en el sofá, respiraba con dificultad, y yo entré en pánico. “Ana, ¿qué te pasa? ¿Llamo a una ambulancia?” Le pregunté, pero ella solo agitó la mano, diciendo que quizá había comido algo en mal estado. Salí al balcón y llamé a Lucía para saber qué diablos me había dado. Su voz tranquila solo empeoró mi desesperación: “Ay, Javier, no te comas la cabeza, es solo hierbas. Quizá le sentó mal. Dale agua, ya se le pasará”. Pero veía que Ana empeoraba, y en mi cabeza saltó la pregunta más aterradora: ¿y si era veneno?

Llamé a urgencias sin esperar a que “se le pasara”. Los médicos llegaron rápido, la examinaron y se la llevaron al hospital enseguida. Uno de ellos me preguntó si había tomado algo raro o algún medicamento. Farfullé que no sabía, pero por dentro me moría de miedo. ¿Y si encontraban el polvo? ¿Y si había envenenado a mi mujer? En el hospital me dijeron que Ana tenía una intoxicación fuerte, pero que, por suerte, estaba estable. Los médicos no sabían aún la causa, pero yo solo podía pensar en mi culpa.

Esa noche llamé de nuevo a Lucía, pero esta vez con otra voz. “¿Qué me diste? —grité al teléfono—. ¡A Ana casi la mato! Si era veneno, ¡se lo diré a la policía!” Ella se justificó, diciendo que solo era “un tranquilizante”, que ella misma lo había probado y que quizá me pasé con la dosis. Pero ya no creía ni una palabra. Recordé cómo me había empujado a hacerlo, cómo me aseguraba que todo saldría bien, y entendí que me había manipulado. ¿Quería romper mi matrimonio para quedarse conmigo? ¿O era algo peor? No lo sabía, pero una cosa estaba clara: cometí un error horrible al confiar en ella.

Ahora Ana sigue en el hospital, pero los médicos dicen que se recuperará. Estoy en casa, vacía, mirando su taza favorita y sintiendo que la culpa me devora. No quería hacerle daño, solo quería que fuéramos felices otra vez. Pero casi la pierdo. He decidido contarle la verdad cuando esté mejor. Que ella decida si perdonarme o no. Y también voy a averiguar qué era ese polvo, porque si Lucía me dio algo peligroso, no me voy a quedar de brazos cruzados.

Esta historia me enseñó algo: no se puede confiar en palabras ajenas cuando se trata de los que amas. Casi arruino mi familia por debilidad y estupidez. Ahora rezo para que Ana se recupere y para que tengamos otra oportunidad. A Lucía no la dejaré volver a meterse en nuestras vidas. A veces, un error puede costar demasiado, pero espero que aún haya tiempo para enmendarlo.

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MagistrUm
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