**El Error que lo Cambió Todo**
El teléfono temblaba en mis manos mientras marcaba el número. El corazón me latía tan fuerte que parecía querer salirse del pecho. «¿Aló, Lucía? Hice lo que me dijiste. Le puse ese polvo en el café. Estoy esperando a que haga efecto para irme. Pero, ¡maldita sea!, ¿qué demonios era eso? No se puede echar algo así en el café. Marina se puso pálida, le dio mal… ¡Como si hubiera tomado veneno! ¿Cómo iba yo a saber que pasaría esto? ¡No soy médico!». La voz se me quebraba, y en la cabeza solo daban vueltas el pánico y la culpa. ¿Cómo había llegado a esto?
Todo empezó hace unas semanas, cuando mi vida parecía desmoronarse. Marina y yo llevamos siete años casados, y los últimos dos han sido un infierno. Peleas constantes, malentendidos, sus reproches sin fin… Ya no podía más. Marina había cambiado: de aquella chica alegre y cariñosa de la que me enamoré, se había convertido en alguien siempre insatisfecho. Intenté hablar con ella, pero cada conversación acababa en gritos. Empecé a pensar que el divorcio era la única salida. Hasta que apareció Lucía.
Lucía, una compañera de trabajo. Nos veíamos en los descansos, y ella siempre sabía escuchar. Cuando le conté mis problemas, no me juzgó, solo me entendió. Poco a poco, nuestras charlas se hicieron más íntimas, y con ella me sentía en paz, algo que hacía años no sentía. Tras otra discusión con Marina, le confesé a Lucía que no sabía cómo salir de ese círculo vicioso. Entonces, me dio una idea que al principio me pareció una locura. «Hay una solución —dijo con una sonrisa astuta—. Ponle algo en el café. Nada grave, solo un polvo para que se relaje un poco. Te lo daré yo, es inofensivo». Me reí, pensando que bromeaba, pero ella hablaba en serio. Me entregó una bolsita y susurró: «Prueba, no pierdes nada».
Dudé mucho. ¿Meterle algo a mi esposa en el café? Sonaba a guión de película cutre. Pero Lucía insistía: era solo un calmante, ayudaría a que Marina se suavizara, a que volviéramos a conectar. Estaba tan cansado de pelear que al final accedí. Una mañana, mientras Marina se duchaba, preparé su café y, sintiéndome un idiota, eché el polvo en la taza. Las manos me temblaban, pero me convencí de que no hacía nada malo. Lucía dijo que era seguro, ¿no?
Marina se lo bebió sin sospechar nada. La observé, esperando que, como dijo Lucía, se adormeciera o se relajara. Pero media hora después, palideció, se agarró el estómago y dijo que se sentía fatal. Se tumbó en el sofá, la respiración se le hizo pesada, y yo entré en pánico. «Marina, ¿qué te pasa? ¿Llamo a una ambulancia?», pregunté, pero ella solo agitó la mano, murmurando que sería algo que comió. Salí al balcón y llamé a Lucía, furioso. Su voz tranquila me dio más miedo: «Tranquilo, Álvaro, es solo hierbas. Quizá tiene alergia. Dale agua, se le pasará». Pero Marina empeoraba, y en mi mente surgió la pregunta horrible: ¿y si era veneno?
Llamé a urgencias sin esperar. Los médicos llegaron rápido, la revisaron y se la llevaron al hospital. Uno preguntó si había ingerido algo extraño. Negué con la cabeza, pero por dentro me consumía el terror. ¿Y si descubrían el polvo? ¿Y si la había envenenado? En el hospital me dijeron que tenía una intoxicación grave, pero que estaba estable. Aún no sabían la causa, pero yo ya no podía pensar en otra cosa que no fuera mi culpa.
Por la noche, llamé a Lucía otra vez, pero esta vez gritando. «¿Qué mierda me diste? —aullé—. ¡A Marina casi la mato! Si era veneno, se lo diré a la policía». Ella se justificó, diciendo que solo era «un calmante», que ella lo había probado, que tal vez me pasé con la dosis. Pero ya no le creí nada. Recordé cómo me empujó a hacerlo, cómo me aseguró que todo saldría bien, y entendí que me manipuló. Quizá quería destruir mi matrimonio para quedarse conmigo. O algo peor. No lo sabía, pero una cosa estaba clara: cometí un error terrible al confiar en ella.
Ahora Marina sigue en el hospital, pero los médicos dicen que se recuperará. Estoy en casa, vacía, mirando su taza favorita y destrozado por la culpa. No quise hacerle daño, solo quería que fuéramos felices otra vez. Pero casi la pierdo. He decidido contarle la verdad cuando esté mejor. Que ella decida si perdonarme o no. Y averiguaré qué era ese polvo: si Lucía me dio algo peligroso, no lo dejaré pasar.
Esta historia me enseñó algo: no puedes fiarte de otros cuando se trata de los tuyos. Casi destruyo mi familia por debilidad y estupidez. Ahora rezo por que Marina se recupere, y por tener otra oportunidad. A Lucía no la dejaré volver a acercarse jamás. A veces, un solo error puede costar demasiado. Pero espero que aún haya tiempo para enmendarlo.